Las aguas minero medicinales de Borines se ubican en el término municipal de Piloña, al pie de las estribaciones meridionales de la Cordillera del Sueve. Las prácticas de los baños comenzaron, de manera oficial, en el año 1873 -fecha en que estas aguas fueron declaradas de utilidad pública- y cesaron en 1920, por lo que su periplo cabe calificarse de exiguo, ya que no duró ni medio siglo, derivando después al embotellado y comercialización del líquido.

Las virtudes salutíferas del hontanar fueron evidenciadas mediado el siglo XIX por Pedro Arto, cirujano del cercano pueblo de Vallobal, al observar que desprendía un desagradable olor a huevos podridos, certificando que contenía un compuesto sulfhídrico, muy en boga en la balneoterapia de la época.

El éxito del hallazgo propició que dos vecinos de la zona, Pedro Sanfeliz -un labrador vecino de La Infiesta- y Juan Bautista Sánchez Zarabozo, concejal del Ayuntamiento de Piloña y con posterioridad su alcalde, acudieran en 1867 ante el notario de Infiesto declarando el primero de ellos que había heredado una finca de un día de bueyes donde brotaba agua mineral. De inmediato, Zarabozo, de forma torticera, como se demostró, compró a Sanfeliz la posesión. De súbito, construyó una embrionaria hospedería para acoger las solicitudes de una incipiente clientela, hecho reprobado en una sesión consistorial extraordinaria del año 1868, al concluir que las aguas sulfurosas de Borines eran de exclusiva pertenencia municipal.

Pasado algún tiempo, el propietario intentó conseguir la declaración de utilidad pública de las aguas. El Ayuntamiento respondió en términos muy enérgicos. A pesar de las protestas, el ficticio dueño obtuvo su propósito en febrero de 1873 y se le autorizó a abrir el local al público, previa realización de algunas mejoras y la designación de un médico director. Esta acción fue denunciada por el alcalde piloñés, a la que siguieron otros infructuosos recursos. Sánchez Zarabozo -amparado en su notoria influencia política- logró mantener la explotación de la vena hídrica merced a una Real Orden dictada en 1876 a su favor.

Dado el cúmulo de inconvenientes para poder explotar el venero de forma placentera, fue vendido en 1881 a los hermanos Serafín y Lázaro Ballesteros, quienes lograron hacer despegar el negocio. Sin embargo, antes de efectuar una significativa inversión para adecentar el centro, debieron cerciorarse de la calidad y cantidad del fluido. Todo se aclaró en 1888 cuando el farmacéutico Eugenio Piñerúa llevó a cabo los análisis y el ingeniero de minas Tomás Tinturé consiguió aumentar el caudal perforando una galería de 18 metros. Las obras se ejecutaron sin deteriorar la naturaleza mineral del lugar.

Una vez concluidas las investigaciones se abordó el derribo de los vetustos edificios, con el fin de reemplazarlos por unas instalaciones dignas. Fueron inauguradas el 13 de junio de 1892 con un acto solemne al que asistieron gentes del mundo de la cultura, eminentes médicos, políticos -capitaneados por el gobernador civil- y religiosos, encabezados por el obispo. A la bendición del inmueble siguió un opíparo banquete, con un suculento menú confeccionado por el dueño del madrileño Hotel Bristol.

Con el comienzo del siglo XX la posesión recae exclusivamente en Lázaro Ballesteros, que encaminó el beneficio hacia una faceta hostelera y abandonó paulatinamente el enfoque balneario para enfocarse en el embotellado y venta del agua, que se anunciaba como "verdadera reina de las de mesa, por lo digestiva, higiénica y agradable". A Lázaro le sucedió su hijo Ignacio, que se dedicó a dinamizar la línea envasadora.

La trágica Guerra Civil obligó a cerrar temporalmente las dependencias, sirviendo de cobijo a las tropas republicanas. Finalizadas las operaciones bélicas se reanudaron poco a poco las operaciones, mutando en 1963 la pertenencia a favor de un emigrante retornado de Cuba, Félix González Madera, lo que supuso un impulso empresarial notable para relanzar la actividad embotelladora. En 1976 se constituyó la sociedad Aguas de Borines, S. A.

Existen dos manantiales diferentes, denominados "Santa Victorina" (agua ferruginosa bicarbonatada, solo usada en bebida) y "Borines" (agua bicarbonatada sódica, variedad sulfhídrica, que se utilizaba en los baños). En general, el líquido elemento es incoloro y transparente, con olor a sulfuro de hidrógeno y sabor penetrante recién cogido y, cuando se agita, se aprecia un desprendimiento de gases.

Aunque durante largo tiempo la reputación del manadero giró solamente en torno a su repelente hedor, olvidando el carácter bicarbonatado, la realidad es que se caracteriza por una materia prima bicarbonatada sódica y sulfurosa, de mineralización débil. A pesar de que sus aplicaciones médicas eran indicadas para el estómago, intestinos, diabetes y riñones, los resultados clínicos más favorables se obtuvieron en el caso de algunas enfermedades dermatológicas que engloba, además de los herpes, eczemas, psoriasis, pitiriasis, algunos tipos de líquenes y prurigo.

El establecimiento de los hermanos Ballesteros constaba de cuatro plantas, con una capacidad de alojamiento para un centenar de personas. En la inferior se hallaban los servicios hidroterápicos; en la inmediata superior existía un espacioso salón con capilla adosada, la fuente de bebida y un comedor con una capacidad para 140 comensales. Las restantes acogían los dormitorios.

El recinto de baños estaba dotado con medios modernos: nueve pilas, de las cuales tres eran de mármol blanco, una completa sala de duchas y dispositivos para irrigaciones nasofaríngeas y pulverizadores. Aparte, y apartada, disponía de una bañera para el servicio de los pobres.

El edificio sufrió sucesivos añadidos, entre ellos un predio dedicado a cocina y almacén, una alta chimenea para la caldera de vapor, una galería acristalada y una nueva capilla de mayor capacidad; también se le dotó de un eficiente alumbrado eléctrico y servicio telefónico, y en 1895 se levantó un chalet de dos pisos con habitaciones de lujo.

El control de las prescripciones estaba bajo la tutela del médico director, responsable de indicar los tratamientos individualizados. Subrayar la labor desempeñada por los galenos: Victoriano Ayegui, José de Ocaña y Paso, Miguel Gómez Camaleño y Cob, y Wenceslao Vigil del Llano.

Los servicios que se ofertaban a finales del XIX eran bastante heterogéneos ya que, además de los relacionados con las aguas, los clientes podían degustar una buena cocina, practicar diversos juegos de salón, realizar excursiones o escuchar música, dado que eran acostumbrados los conciertos de violín y piano, pues existía un piano de cola y se contaba con un pianista fijo.

Los primeros datos divulgados sobre la afluencia de pacientes corresponden a las temporadas 1872-74 con cifras significativas, del orden de 500 a 600 asistentes; y al año 1876, con 433 concurrentes.

El máximo histórico se logró en 1893 al rebasar los seiscientos bañistas. Con posterioridad las cifras descendieron hasta estabilizarse en torno a los dos centenares.

Hay que señalar el aprovechamiento de estas benéficas aguas por ilustres personalidades, entre las que cabe destacar a Práxedes Mateo Sagasta (1892), el cardenal fray Ceferino González, Miguel Hilarión Eslava (compositor de ópera), Vital Aza (escritor, comediógrafo y poeta), Leopoldo Alas "Clarín", Félix Pío Aramburu Zuloaga, Manuel González-Longoria (financiero y político conservador) y personajes de la nobleza como el marqués de Canillejas, conde de Revillagigedo o Martín González del Valle (barón de Grado).