Problemas de salud han impedido la presencia de Yuri Termikanov al frente de la Filarmónica de San Petersburgo como estaba previsto -ya sucedió hace un mes con la Orquesta de París, concierto en el que Pons tuvo que sustituir en el último momento a Eschenbach-, pero en esta ocasión se hizo más patente el cambio de cara a los resultados. Simonov, sin llegar a la altura de Termikanov, es un director de sobrada valía y una impecable trayectoria artística que inició como asistente del mítico Evgheny Mravisky en la Filarmónica de Leningado y que acaba de cumplir cincuenta años de labor directorial. Si embargo, en esta sustitución de última hora -también como Pons sólo pudo hacerse cargo del programa con un ensayo matinal-, no hubo el entendimiento y la compenetración deseables. Y no por desconocimiento del repertorio, sino creemos que por exceso de celo a la hora de imprimir su personalidad ante lo que no deja de ser un compromiso.

La obertura de «La leyenda de la ciudad invisible de Kiezt y de la doncella Fevronii», de Rimsky-Korsakov, y la suite de «El lago de los cisnes», de Tchaikovsky -mantenemos la «T» inicial en el nombre, como la más usada transcripción del cirílico, quizá por costumbre frente a la opción de la «Ch» más «moderna»; en otros nombres rusos menos controvertidos, como en el caso de Stravinsky, hay que mantener la grafía que el propio compositor eligió para firmar en caracteres latinos-, fueron las obras elegidas para la primera parte. La obertura de Korsakov, creemos que prescindible; el Tchaikovsky -una suite que no se debió a la pluma del propio compositor, sino a la elección de algunas de las partes del célebre ballet de la mano de su editor Jurgenson seis años después de la muerte del compositor-, tiene el interés de escuchar su música quizá por los músicos que mejor la conocen. Sin embargo, yo mismo apuntaba en las notas al programa que quizás un planteamiento puramente sinfónico, con alguna de las sinfonías de Rachmaninov o, incluso, una «Patética» del propio Tchaikovsky habrían configurado una primera parte de más enjundia. Lo menos bueno de esta suite fueron las libertades tomadas por Simonov en los tempi, en la «danza de los cisnes» de una lentitud caprichosamente extrema y lo opuesto en la danza húngara, ambas elecciones impensables, por inadecuadas, si tuvieran que servir de base a la danza. En el vals también hubo licencias en cuanto a la flexibilidad, pero más tolerables en su estilización como interpretación de concierto, con detalles nada estandarizados que nos hicieron ver la pieza desde otro punto de vista.

Las «Danzas sinfónicas» de Rachmaninov, si bien es una obra de un posromanticismo demasiado tardío para la época en la que fue presentada -fue estrenada en enero de 1941 por la Orquesta de Filadelfia bajo al batuta de Eugène Ormandy-, tiene interés si la consideramos como una de las más monumentales obras sinfónicas -en realidad es una especie de sinfonía en tres movimientos- de su autor. Personalmente, me gusta tanto en su monumentalidad y su destreza dinámica como por algunos rasgos impregnados de la concepción de la elegancia estética norteamericana de los años treinta en la que el Rachmaninov exiliado si duda bebió, rasgos no tan abultados como los que se describen siempre a la hora de hablar de la última obra escrita por Rachmaninov tres años antes de su muerte, en la que parece mirar como un último adiós a su Rusia natal. La dirección de Simonov tampoco aquí fue acertada, quizás imponiendo más que convenciendo. Incluso se le vieron algunos gestos de disconformidad durante la propia ejecución y se le escuchó solfear imperativamente algunos pasajes. No parecía haber el «feeling» esperado. Creemos que no dejó fluir la música, sujetando en exceso a los músicos, domeñando el tempo sin una justificación verdaderamente convincente y ralentizando el tempo sin posibilidad de que la música fluyera con arrebatadora naturalidad. Dos botones de muestra más del desencuentro fueron el Schubert y Tchaikovsky de propinas.