La internacionalización de la zarzuela no es, ni mucho menos, un asunto menor dentro del ámbito de la cultura española. Estamos ante un género específico, asentado históricamente y con peculiaridades esenciales que han configurado un corpus creativo rico, de enorme variedad estilística, y de calidades musicales muy relevantes. De ahí que la presentación en el extranjero de las mejores obras del repertorio sea cuestión esencial en lo que a la política cultural se refiere. Desde hace más de una década Emilio Sagi, por su enorme prestigio internacional, se ha convertido en el principal agente en la difusión de la lírica española en Europa y América. Sus puestas en escena se representan en los principales teatros -«La Generala» se estrena en París a finales de mes- y de la vinculación entre el director de escena ovetense y el tenor Plácido Domingo se ha configurado un vehículo de expansión imparable.

Este montaje que el martes fue aclamado en el Campoamor tiene tras de sí una larga historia. Su primer jalón tuvo lugar en la Scala de Milán, donde el éxito fue arrollador. Tras esta primera experiencia se realizó una coproducción entre el Real madrileño y las óperas de Washington y Los Ángeles. Y desde entonces su recorrido ha sido imparable. Después de Oviedo se representará en el Calderón de Valladolid y en Viena y, a buen seguro, aún le queda recorrido por delante en años sucesivos. La razón de esta enorme aceptación es básica, de sentido común. Es un espectáculo mayúsculo, concebido con precisión tanto en el detalle y el matiz como en el trazo de conjunto. Todo está realizado desde una concepción minimalista de la obra que ha logrado estilización absoluta y que incluso le ha valido ya varios premios de la exigente crítica francesa. Sagi mete la zarzuela de Moreno Torroba en el quirófano. Le da una vuelta de tuerca y todo cambia manteniendo el espíritu de la obra, realzando los aciertos de la partitura y despojándola de los errores. Borra de un plumazo las versiones de casposo costumbrismo, de casticismo impostado con el que muchos directores camuflan su desdén hacia el género, lastrándolo en su necesaria evolución.

Sagi dibuja una historia dramática en claroscuro en la cual el predominio del blanco y el negro es absoluto, categórico. No necesita de ampulosas escenografías. Un iris de fondo vertebra las diferentes atmósferas y el clima sentimental de los personajes. Una maqueta de Madrid que luego es campo extremeño contextualiza la acción. Detalles simbólicos como una rosa, las sombras en la batalla y unas cuantas sillas sirven al discurso dramático con sencillez pasmosa y permiten que las escenas se encadenen con fluidez, sin perder pulso en ningún momento. Dos elementos son esenciales en la propuesta, la iluminación precisa de Eduardo Bravo y el extraordinario vestuario de Pepa Ojanguren. La figurinista asturiana realiza un derroche de imaginación a través de unos figurines impecables, de regusto historicista y, a la vez, de una sofisticación carente de cualquier artificio. Son dos pilares que cimentan con rotundidad el espectáculo, que redondean dramatúrgicamente una dirección actoral soberbia en la que cada personaje está delimitado al detalle.

«Luisa Fernanda» es una obra que exige cantantes de entidad, primeras figuras. Aquí no valen las medias tintas. Romanzas y dúos son comprometidos porque, además, el público se conoce al dedillo las melodías y cualquier patinazo salta a la vista de inmediato. El reparto reunido en Oviedo es de primer nivel. Sus protagonistas están en la actualidad lírica internacional y eso se dejó ver en el estreno a través de interpretaciones impecables, vocales y también escénicas. María José Montiel cantó una Luis Fernanda de fuste, muy bien planteada. Exhibió amplitud de volumen y el dominio vocal del rol de forma holgada, con garra interpretativa. Fue el suyo un magnífico regreso al teatro tras demasiados años de ausencia. No se quedó atrás su oponente escénica, la duquesa Carolina de Mariola Cantarero. La soprano granadina es ya una voz de sumo relieve que está haciendo una importante carrera. Su incorporación de este rol es un lujo y, a la vez, una garantía. Desenvuelta en escena, su prestación vocal fue impecable, exhibiendo hermosos pianísimos y siempre en su lugar en los ideales dúos sobre los que Moreno Torroba concibió el desarrollo del personaje. Otro puntal de la velada llegó de la mano del Javier Moreno de José Bros. De nuevo prendió la llama y surgió la empatía entre el tenor y el público. La vinculación del cantante con el Campoamor y el cariño que el público le profesa lleva en volandas cada actuación suya. Su canto de trazo heroico, de emisión limpia y transparente brilló con luz propia con una encarnación del rol cincelada con acierto de la ambición a la derrota. El estreno tuvo, además, sorpresa a través del barítono Javier Franco. La seguridad que exhibió en la interpretación de Vidal Hernando dejó ver a un cantante que, con sólida y cuidada trayectoria, se está consolidando en primer plano. Voz segura, de afinación precisa y hermoso color en todos sus registros, cantó con entrega su romanza y mantuvo nivel de principio a fin. Su triunfo importante fue justo y merecido. El resto del elenco apoyó cada intervención con solvencia y merece destacarse la labor de Ángel Rodríguez, Manel Esteve, Raquel Pierotti o Miguel Sola. Y esto es mucho más significativo de lo que muchas veces se piensa. La entidad de una producción determinada viene marcada, precisamente, porque todo el reparto esté cuidado y no sólo los protagonistas. En sus cometidos corales la Capilla Polifónica volvió a confirmar su línea ascendente plasmada en un año especialmente afortunado en sus intervenciones y «Oviedo Filarmonía» redondeó la noche con un buen trabajo. Musicalmente Josep Caballé-Doménech, en su debut en el foso del Campoamor, imprimió briosa sonoridad a la formación orquestal con un afortunado discurso musical en el que buscó y consiguió dinámicas contrastadas que sacaron a la luz la fuerza de la partitura. Todo confluyó, por tanto, en el más compacto espectáculo de esta decimoquinta edición del festival.