El pasado 11 de mayo, en la ciudad polaca de Olsztyn, se estrenó «Y fue posible», la primera obra de teatro del cineasta asturiano José Enrique Iglesias Vigil, licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo que, al acabar sus estudios, se fue a estudiar cine y teatro en la Escuela Nacional de Cine de la República de Polonia. Al enterarse de la muerte de Santiago, sintió una apremiante necesidad de escribirme para compartir conmigo la profunda tristeza que le producía esa noticia de la clase de las más funestas que uno puede recibir a lo largo de su vida. José Enrique, entre muchas palabras maravillosas, me comentó que el día del estreno le dedicaría la obra a Santiago. La memoria de Santiago ya en Polonia. No fue el único correo que intercambiamos desde entonces. «Escudero, como le llamábamos -me escribe José Enrique- fue para toda una generación de estudiantes a la que pertenezco un verdadero maestro? de esos que te enseñan a leer, a entender las cosas y a crecer con ellas. Santiago fue mi primer profesor de cine y a medida que me he ido formando como cineasta he ido apreciando más aquellas pequeñas charlas sobre la imagen y la filosofía que a veces teníamos. Una vez le comenté que igual me decidía a escribir el doctorado en Filosofía al acabar los estudios de cine. Él me dijo que contara con él, pero recuerdo su sonrisa y su consejo: "Haz cine". Intento en lo posible seguir su consejo».

Desde Munich, José Ramón Gutiérrez González, investigador del proyecto «Thesaurus Linguae Latinae» de la prestigiosa Bayerische Akademie der Wissenschaften, me envió estas apaciguadoras palabras: «Una pérdida la de don Santiago. Era ciertamente una persona en la que se daba la rara conjunción de dos grandes virtudes, el ser un profundo conocedor de la materia que impartía y, además (cualidad aún más rara), estar dotado de una gran rectitud y humanidad». Y desde Villingen-Schwenningen, en la Selva Negra, José González García: «Somos cientos los alumnos que tuvimos el privilegio de asistir a sus clases y que guardamos el recuerdo de un hombre afable cuya sabiduría sólo era comparable a su entusiasmo por compartirla».

Me envía Rubén Álvarez Arias, desde Madrid, una emocionante carta, firmada por una veintena de ex alumnos que desean publicarla en todos los sitios que puedan, en la que hay muchas sentidas y sinceras palabras: «Pocos docentes despertaban tal admiración y respeto, pocos podían desencadenar tantas conversaciones sobre Filosofía, cine o máquinas de café como Santiago González Escudero. Uno recuerda sus lecciones con una tremenda nostalgia, su entusiasmo al hablarnos del mundo antiguo, de Sócrates y Platón, de Diógenes Laercio o Aristóteles. Somos muchos los que nunca podremos leer un fragmento presocrático, un diálogo platónico o la "Poética" de Aristóteles y otros cientos de libros sin acordarnos con inmenso cariño de Santiago González Escudero, inolvidable profesor que ya es una parte insoslayable de los mejores años de nuestras vidas».

Desde Canarias, el autor del blog «Diálogos desde la ataraxia» (menudo nombre, linaje intelectual delatado al instante) escribe que «con un escueto SMS de mi hermano Xabel me entero del fallecimiento de Santiago González Escudero, uno de mis profesores en la Facultad de Filosofía y uno de los más grandes especialistas en el mundo Griego a nivel Internacional. Yo, que pertenecía al grupo de iconoclastas irreverentes, al de cínicos (en el sentido más filosófico de la palabra), a los investigadores de chigres y barras de bar, a los librepensadores ausentes de los sectarismos, lo recuerdo con sumo agrado y no puedo menos que expresarle mi más profunda gratitud por los buenos momentos y las enseñanzas que me proporcionó (?) Su pipa de tabaco con olor goloso, su entrada en clase el primer día, sus aires de profesor preocupado que contrarrestaba con suma afabilidad y sabiduría. Ameno como pocos, siempre estaba dispuesto a atenderte por muy estúpido que fuera el tema por tratar. Alejado de los cánones de lo que debe ser un profesor con tan adusta trayectoria, Don Santiago, sorprendía y mostraba una socarrona sonrisa en nuestras tertulias de pasillo. Apoyó la creación de un Aula de Informática, de la que tan necesitados estábamos; y fue de los pocos que alabó aquel engendro de revista estudiantil -La Caja de Pandora- en la que tuve la oportunidad de participar. Recuerdo que próximo a acabar la carrera fui el único en presentarme a un examen durante el mes de septiembre. Él, sorprendido por la escasa participación estudiantil, rompió el cuestionario que traía preparado y sonriendo me pregunto: ¿A usted le gusta eso de la informática? ¿no? Ya que esta usted solo, en vez de las típicas preguntas hágame un ensayo bajo el titulo: La Poética y la Retórica de Aristóteles aplicadas a los medios de comunicación modernos, especialmente Internet y las nuevas tecnologías. Tiene usted toda la mañana. Estaré en el despacho. Buenos días. Y salió por la puerta dejándome perplejo. Efectivamente me llevó cinco horas y una muñeca dislocada de tanto escribir, pero a cambio obtuve una buena nota y mi más sincera admiración».

La noticia de la muerte de Santiago se propagó vertiginosamente como una fulgurante deflagración que con ominoso resplandor ensombreció de golpe, convirtiendo el día en noche cerrada, el ánimo de ex alumnos, compañeros y amigos. Desde Tesalónica, París, Madrid, Barcelona, País Vasco, Santiago de Compostela, Palma de Mallorca, Granada, Las Palmas, por supuesto de todas Asturias, y más, comenzaron a llegarme expresiones de incredulidad, rabia, y pena. Pero siempre, también, acompañadas de palabras verdaderas y preciosas. Y aún continúan una semana más tarde de que Santiago emprendiera camino hacia ese Hades de la Sabiduría del que habla Sócrates en una de nuestras lecturas preferidas, el «Fedón» de Platón. Ya sé que esto es poetizar, y seguro que de mala manera, no tengo cualidades literarias, pero a Santiago y a mí nos gustaba mucho comentar este diálogo. Cuatro días antes de morir, le acerqué unos bombones y una postal firmada por un grupo de ex alumnos excitados por la ilusión de volver a ser nuevamente sus alumnos en el curso de doctorado que debería haber impartido durante este mes de mayo y parte de junio. La enfermedad ya lo tenía definitivamente de rodillas. Leyó la postal (no sé qué le habréis escrito), la dejó sobre su pecho, y con los ojos pequeños y vidriosos me dijo estas palabras: «Desde un punto de vista moral, esto es lo único valioso e importante». Y entonces, y seguro que muy a pesar de su ejemplar y rara humildad vital, vi, hoy creo que con esos ojos del alma de los que habla Platón (sí, estoy filosófico-poético, ¿algún problema?), la cara del triunfo y el éxito absolutos en el rostro definitivamente vencido por la enfermedad de un hombre que se sabía a unos pasos del «supremo momento de completo conocimiento», como dice Joseph Conrad en «Heart of Darkness», novela que tantas veces comentamos.

El día de su funeral, al que asistieron cabizbajos y entristecidos un número inusitado de ex alumnos y alumnos, bajo la lluvia, uno de sus primos de León -donde Santiago nació, fue niño y adolescente-, con aspecto de tipo duro y discurso político igual de contundente, me preguntó: «¿Qué?, y los alumnos con mi primo, ¿qué?». Le dije que se diese la vuelta y que mirase hacia la puerta de la iglesia. Allí, en el suelo, había un precioso ramo de flores, imposible de no ver, y estas dos palabras en la banda: «tus alumnos». Su primo volvió a girar la cara hacía mí, pero ahora ya no tenía gesto de tipo duro. Con inesperadas y súbitas lágrimas en los ojos me dijo: «¡Joder!, estas cosas me emocionan». Y a quién no. Que dé un paso adelante el insensato que, ya que hay que morir algún día, no anhele, a años luz por encima de todo, de cargos, de premios, de categorías, sobrevivir en la memoria de sus ex alumnos como lo hace Santiago, respetado, admirado, querido, extrañado ya, y, sobre todo, con un sentimiento de inmenso, impagable y perenne agradecimiento. Todo lo demás, relativo e inferior.

El mismo día del fallecimiento de Santiago, Gonzalo M. Peón, uno de los redactores jefe de LA NUEVA ESPAÑA, buen amigo y compañero de promoción, me pidió que escribiera una semblanza. Desde ese instante, no sé cuántas habré escrito en mi cabeza, todas diferentes, todas iguales. Conocí a Santiago, junto con mis compañeros, el día que en el otoño del 86 entró a darnos clase en quinto de carrera. Pensábamos, y esperábamos, claro, que iba a presentarse y a decir algo parecido a eso que tantas veces habíamos escuchado ya a esas alturas de «la primera no se da, y la última se disculpa». Pues no. Comenzó a hablar de Homero, de los indoeuropeos, de los griegos, y nosotros, yo desde luego, aturdidos. Y casi al terminar la clase nos contó el Juicio de Paris (Alejandro), ese mito que narra la grave y arriesgada decisión que tuvo que afrontar el hijo de Hécuba y Príamo, rey de Ilión (Troya), nada menos que juzgar y sentenciar quién de las tres diosas más poderosas y principales del Olimpo, Hera, Atenea y Afrodita, era la más preciosa y, por tanto, la merecedora de un premio en reconocimiento de esa belleza, una manzana de oro cosechada en el Jardín de las Hespérides, ninfas del atardecer, y que llevaba inscrita la leyenda «para la más hermosa». En cuanto terminó, nos puso una tarea tan extraña como motivadora (era sólo el principio): «El próximo día me traéis un comentario de este mito desde la perspectiva de la mirada de la mujer» (¡ojo!, año 1986). Mis compañeros y yo quedamos desconcertados . Y que nadie piense que mis compañeras se regocijaron porque se sintieran con ventaja. La perplejidad era parecida. Después de la propuesta, escuchamos por vez primera su proverbial y enigmático «la vida, chicos», expresión con la que casi siempre acababa sus clases, hubiese hablado de lo que hubiese hablado. Nunca supe qué quería decir y nunca se lo pregunté, pero esa expresión deshacía la tensión intelectual que suponían sus clases, y era una especie de bálsamo que nos cambiaba el gesto de reconcentrada atención de la cara por una sonrisa.

Acabo de escribir que, desde que Gonzalo Martínez Peón me pidió una semblanza de Santiago, muchas han sido las que he escrito en mi cabeza. Pero como, afortunadamente, el espacio es limitado, tuve que decidir entre glosar la extraordinaria preparación científica y técnica de Santiago para la docencia o relatar su incondicional compromiso con la enseñanza pública y la docencia diaria hasta casi sus postreros días, a pesar de la agresividad del tratamiento que estaba recibiendo, cuando ya no podía con el alma (no faltó ni un solo día a clase hasta que la baja fue ineludible a finales de marzo) o aludir a las inacabables muestras de cariño y buenos deseos de muchos amigos y profesores que le querían y respetaban de nuestro Campus o contar cómo siempre estaba dispuesto a prestar su ayuda a cualquier compañero o alumno de manera totalmente desinteresada u otros muchos relatos más posibles, todos buenos y verídicos.

Estoy seguro de que la mayoría de estas narraciones le habrían incomodado, porque, sobre todo, su humildad era enternecedoramente «desarmante». Así que, al final, me he decidido por el casi único que le habría gustado, aunque su subterránea timidez hubiera aflorado con seguridad, el Juicio de sus alumnos. La sentencia es inapelable: sobre la memoria colectiva de su vida buena, sus alumnos hemos colocado respetuosa y suavemente, sin solemnidades pero con agradecimiento desinteresado y sincero, lo que únicamente los mejores obtendrán al final como nota global, una brillante y esplendorosa manzana de oro, fruta de la inmortalidad que sólo crece en Jardín de las Hespérides, ninfas del atardecer.

Vicente Domínguez es profesor de Filosofía de la Universidad de Oviedo.