Oviedo fue la capital del reino cuando Alfonso II el Casto convirtió en situación de derecho la España reconquistada a los invasores árabes. El rey ovetense, en cuya ciudad había nacido y renacido o bautizado, consideró el burgo fundado por su padre Fruela I, que había surgido a su vez en torno a la institución religiosa levantada por los monjes Máximo y Fromestano, como lugar ideal para establecer la primera capital de la naciente nación. Alfonso II no se limitó a llevar una vida montaraz y guerrera como sus antecesores, que se titulaban príncipes, sino que, asumiendo por primera vez la denominación de rey, dotó al nuevo Estado de administración, leyes y moneda; estableció relaciones diplomáticas con otros monarcas, como Carlomagno; levantó en la ciudad iglesias y palacios, a los que dotó de agua traída por acueducto desde los manantiales del Campo del Moro, en Los Arenales, que también aprovecharon los vecinos del burgo para las fuentes públicas, y cerró Oviedo con una sólida cerca defensiva; en una palabra, determinó que la localidad fundada por su padre Fruela, sirviese de metrópoli a la flamante monarquía de imagen visigótica, a semejanza de la poderosa Toledo, entonces ocupada por los caldeos.

Consecuencia del real proyecto restaurador de la monarquía fue la proclamación de Oviedo como capital de la naciente nación. Sucedió el 15 de junio de 821, cuando Alfonso II congregó las cortes, -para mayor semejanza con la monarquía visigótica toledana también se llamaron concilios- donde además de afirmar la condición metropolitana de la mitra de Oviedo, acordó «que la Ciudad fuera tenida por cabeza del Reyno». Oviedo fue entonces la primera capital de la España surgida de la Reconquista. El dato fue publicado ya en 1887 por el político republicano y abogado Manuel Pedregal y Cañedo, natural de Grado, estudiante de Derecho en la Universidad de Oviedo, abogado de prestigio, concejal en esta ciudad y ministro de Hacienda en el Gobierno de Emilio Castelar, recogiéndolo de la magna obra «Asturias monumental, epigráfica y diplomática», de don Ciriaco Miguel Vigil, que cita como fuente las cortes o concilio celebrados en Oviedo por Alfonso II.

Es conocida la honradez de don Ciriaco, el historiador ovetense, lector de letra antigua, como lo habían sido su padre y su abuelo, quien señala que estos datos pueden consultarse en el archivo de la catedral de Oviedo, en el folio tercero vuelto del «Libro gótico», además de estar en varias escrituras sueltas. También en otras fuentes: lo reproduce el padre Risco, Trelles, el padre Carballo, el monje Benito Yepes y los historiadores Escandón y Medrano.

Las razones por las que el Rey Casto escogió Oviedo por capital apuntan a que, como le había sucedido a su padre Fruela, le gustó mucho el lugar; su posición central y estratégica, en medio de Asturias, facilitaba la función militar y política de la naciente monarquía. El caso es que, hasta que se traslada la corte a León, Oviedo fue la capital de España.

El vacío ocasionado con la marcha del rey y su corte a León cambió la importancia política de Oviedo, pasando a ser la capital de Asturias, dotando a la ciudad de las naturales obligaciones asociadas, como ser la residencia de los representantes reales, llamados, según la época, condes, virreyes, gobernadores, corregidores o regentes. Incluso algún tiempo, escaso, hubo un magnate político con el título de «alcalde del Rey». También, en tiempo más moderno, jefe político o delegado del Gobierno. Consecuencia de este asentamiento local del representante de la monarquía, la capitalidad regional quedaba afirmada con el curioso nombre de «cabeza del Principado». Multitud de viejos documentos aparecen registrados bajo este epígrafe, enunciado indicativo de que era delegación y sede del poder real.

A los ovetenses nos puede asaltar la duda de ser la causa del estado actual de Asturias en el aspecto político. Podría hilvanarse el razonamiento de que, tras la invasión, los romanos no establecieron el gobierno en Oviedo, lo hicieron en Gijón. Cierto es que nos dejaron una cultura, la del invasor, aplicada por la fuerza, a costa de la expoliación y muerte de los naturales del país.

Tampoco los árabes consideraron la ciudad de Fruela como el lugar adecuado para implantar la sede del mando; cuando llegaron en devastadoras correrías lo hicieron de manera fugaz, eso sí, devastando Oviedo. Ellos también asentaron el centro del poder en Gijón, donde establecieron un gobierno efímero, fruto del cual quedan para recuerdo los nombres de las calles Moros o Munuza a modo de exaltación de aquel tiempo, glorioso para la villa. El afán del rey ovetense por expulsar a los caldeos de Asturias nos privó a los asturianos del placer de tener la chilaba como traje regional.

Cuando la monarquía leonesa sucedió a la de Oviedo y la capital del nuevo reino se trasladó a León, la ciudad mantuvo algún tiempo la dignidad histórica venida a menos; la crisis fue superada en parte gracias al impulso generador iniciado el año 1075, cuando el rey Alfonso VI abrió el Arca Santa e hizo el descubrimiento-inventario de las santas reliquias. Entonces una corriente universal deseosa de ganar la gracia de su jubileo buscó en peregrinación la capital asturiana, resurgiendo con fuerza el comercio y la nueva burguesía, que nunca abandonaría la ciudad.

La capitalidad, ya netamente asturiana, no fue la dádiva real que se supone. Una sucesión de «invasores políticos» asentados en Oviedo, representantes del poder real, con regalías y prebendas reguladas por ley, se sentían los amos de la ciudad que estaba obligada a proporcionarles habitación familiar y lugar de asiento oficial. A los condes gobernadores les sucedieron los merinos mayores, incluso repartiendo jurisdicción con los adelantados mayores, luego llegaron los corregidores-gobernadores y tras ellos los corregidores togados, expertos en leyes; a éstos, los corregidores-gobernadores militares. A partir de 1718, con el real acuerdo que reunía en la persona del regente el poder militar y jurídico, la autoritaria y en ocasiones despótica actuación del titular fue motivo de graves y francas desavenencias con la Corporación municipal. El privilegio de nombrar alcalde mayor entre sus oidores, con la prerrogativa de sustituir al alcalde en la presidencia de Oviedo en las reuniones municipales extraordinarias, y la injerencia en los asuntos de la ciudad, con evidente marginación del cuerpo municipal, ocasionó quejas, que en ocasiones se elevaban al rey, desoídas la mayoría de las veces. Incluso en tiempo más moderno, cuando el regente perdió protagonismo gubernamental a partir de 1812, a favor de las libertades que nos aportó la Constitución, podremos ver cómo los jefes políticos, los gobernadores posteriores, e, incluso, los delegados del Gobierno, muy pagados de sí mismos, no dejaron de sustraer derechos a Oviedo. Algunos de ellos, dejando huella de su paso con obras, como la plaza porticada del Fontán, de la que el Ayuntamiento quedaba marginado, excepto de la obligación de costearla con sus escasos fondos.