Hace ya tres años que se veía venir pero, en esta cuarta edición de los Premios Líricos «Teatro Campoamor», resultó tan evidente que, no por obvio, hay que dejar de subrayarlo con mayúsculas. Por si no lo fuera ya, gracias a su histórica trayectoria y a sus modélicas temporadas de ópera y zarzuela, esa gala confirma al teatro Campoamor como referencia ineludible del panorama lírico español. Hace de Asturias la capital lírica del país. Nada más y nada menos, en un contexto de crisis en el que también queda claro que, al margen del Ayuntamiento y los patrocinios que impulsan la idea y apoyan a la Fundación que se esfuerza en hacerla realidad, el resto de los políticos presumen de mirar para otro lado. Algunos hasta ignoran el peso incontestable de nuestro primer teatro. Qué error.

Escribo como simple aficionada, en reconocimiento a los placeres que debo a la música clásica, y no quiero por tanto dejar de agradecer las emociones que me regaló la gala, pero lo primero es dar cuenta del orgullo sentido al ver cómo recibían su merecido en ese entrañable escenario tantas estrellas de primer nivel por las que siento gran respeto. Y cómo me alegro del encomiable talante de un jurado que ha sabido fundir en sus decisiones, con generosa amplitud de miras, cariño y justicia, tradiciones y vanguardias, promesas de futuro, realidades del presente y leyendas del pasado más deslumbrante de la lírica internacional, que nada tienen que agradecernos, por cierto. Al contrario, somos nosotros, y yo ahora desde estas líneas, quien quiere agradecer a la enorme Christa Ludwig la impagable oportunidad de aplaudirla a rabiar en el teatro de mi ciudad. Y en el mismo nivel, y puesta igualmente en pie, cito a Pepa Rosado y a Rafael Castejón, cuyas vidas se confunden con la historia de la zarzuela, que les debe lo mejor de sí mismos. Y suma y sigue. Y qué decir del Trovador verdiano actual, por poner sólo un ejemplo de su repertorio, Marcelo Álvarez, o de la increíble Adrianne Pieczonka, que el viernes me dejó clavada a la butaca, primero por su exquisito gusto al elegir esa difícil aria de una opereta de Lehár, y después por la desenvuelta elegancia con la que la cantó. De Ismael Jordi y de Maite Alberola ya lo dicen todo las precisas razones del premio. A ambos les unen los triunfos que les esperan en un futuro que convertirá a esta gala en un recuerdo imborrable.

Aunque yo diría que lo más destacado de la velada no fue la indiscutible brillantez con la que todos resolvieron sus correspondientes fragmentos del programa, sino el espontáneo y entregado talante con el que nos los brindaron, el ejemplar espíritu de una fiesta entre amigos sin reservas, libres de los corsés y los nervios de un concierto o una representación. Porque no tiene sentido juzgar los alardes vocales sino la entrega incondicional, por eso todo resultó tan precioso. Lo mismo que, a la hora de juzgar las decisiones del jurado, prefiero hablar de intenciones en general antes que de aciertos en particular. Distinguiendo producciones como «Muerte en Venecia» (en la persona de los gerentes de los teatros Real y Liceo), «Katia Kabanova» (representada por el maestro checo Jiri Belohlávek que la dirigió en el Real de Madrid) y «El caso Makropoulos» (a propósito de su director de escena también en el Real de Madrid, el muy polémico Krzysztof Warlikowski), se ha querido dejar claro que estos premios no se convocan para aplaudir convencionales antiguallas sino arriesgadas vanguardias artísticas. Esos tres montajes pueden representar perfectamente lo más nuevo, hermoso y rompedor que se ha podido ver en los escenarios españoles esta última temporada. Gracias a un jurado expresamente empeñado en mirar no hacia trasnochados armatostes de cartón piedra sino hacia la más rabiosa, y por qué no controvertida, actualidad, hacia los mejores ejemplos de la ópera que ahora mismo quiere ser moderna, espectacular y rigurosa, musical y escénicamente hablando. Decisiones ejemplares para estos tiempos que corren.

Salvando las distancias, la gala transcurrió también por esos mismos cauces, desde la batuta escénica de Marina Bollaín y musical del maestro Friedrich Haider, presentada con profesional fluidez por Esperanza Pedreño y Paula Galimberti, a las que Jordi y Orfila echaron una mano nada desmerecida: estuvieron estupendos los cuatro. Con voluntad de no aburrir desde su acertada brevedad, sin pretensiones envaradas ni pedanterías ridículas, con el justo sentido de buen humor, sin pasarse en su graciosa parodia de los años setenta, y lo más importante de todo: no dirigida hacia el mundillo de la ópera en cuestión sino abierta a cualquier espectador que quisiera contagiarse de la alegría de los premiados. Al final fue al revés. Fueron los premiados quienes compartieron la alegría que nos transmitieron desde el escenario y aquello sí que resultó una fiesta de verdad, de la que podrían tomar buena nota esas insufribles ceremonias de entrega de premios en las que todos estamos pensando. Sí: ésas que son lo contrario de ésta, cuyo afectuoso talante llegó a inundarlo todo hasta el punto de que la diversión acabó transformándose en algo muy serio, es decir, conmovedor. Desde su modesta timidez, fue Mirna Lacambra, la presidenta de la Asociación de Amigos de la Ópera de Sabadell, premiada por sacar adelante un heroico festival de ópera, quien mejor resumió la razón de la reunión. Fue ella quien dejó claro que se trataba de compartir nuestra adoración por la ópera, nuestro compromiso en seguir apoyándola, difundiéndola y disfrutándola, todos juntos. Así que viva efectivamente, como dijo esa ilustre señora con la voz entrecortada por la emoción, la ópera.