Este servicio a domicilio del que hablamos hoy se refiere a la intendencia doméstica, al tradicional trasiego de ultramarinos -palabra en desuso- desde las tiendas hasta las casas.

La principal ceremonia de ese avituallamiento se celebraba en general en el Fontán y alrededores, sin olvidar las tiendas de comestibles que se repartían por toda la ciudad, capitaneadas por las que se enseñoreaban en Uría. Las señoras iban a el Fontán con la mucama al lado, portadora de una cesta de mimbre de doble tapa de las que se vendían en los cesteros de Trascorrales o Santa Susana. Las que no tenían criada se manejaban solas, con una gran bolsa de hule.

Lo que a la compra doméstica era la cesta de mimbre lo es ahora el carro de la compra, que ya se convirtió en un clásico de la vida doméstica, como la fregona que sustituye aquel esclavizante fregado de hinojos.

Ya no atraviesan la ciudad los carros ruidosos de ruedas con hierros ni los carretillos de todos los tamaños, parientes de los que hacían los portes desde la estación del Norte, pertenecientes a aquella cuadrilla que, en perfecta formación, franqueaba la puerta de salida de los andenes, soga al hombro, salmodiando la lista de los pocos hoteles que había en la ciudad.

Como seguimos comiendo, las provisiones siguen llegando a las casas, aunque sea por otros medios. Apenas quedan tiendas de comestibles y con ellas desaparecen los chicos de los recados, afortunadamente encuadrados en la enseñanza obligatoria. Las tiendas de comestibles y otros elementos de la vida doméstica crecen de tamaño en la misma proporción en la que se alejan. Grandes y enormes superficies a las que se llega en coche, como si los ovetenses fuesen protagonistas de Los Simpson y viviésemos en Springfield, sucursales del país de Jauja en las que todo está al alcance de la mano, para facilitar la ilusión del consumo.

No sobrará un reconocimiento al servicio a domicilio de otro tiempo y a las tiendas de comer de siempre, en las que el trato cercano parecía parte del alimento. Decana de las que quedan, ya centenaria, es la tienda de la familia Clemente, en Mon, donde la nieta del fundador, Fini Clemente, sigue manteniendo un tipo de comercio y una atención únicos. Y otro recuerdo, en este caso en tiempo pasado, para los hermanos que durante toda su vida atendieron en Canóniga, en La Pongueta.