A mediados de la década de los noventa Luis G. Iberni reivindicaba, en una de sus magistrales críticas publicadas en este diario, la necesidad de incorporar al repertorio de la temporada del Campoamor «Ariadne auf Naxos», de Richard Strauss. Por fin el anhelo de muchos se ha convertido en realidad y, después de dos décadas de trabajo coherente, la inclusión de nuevos títulos ha dejado de ser un fenómeno noticioso -por lo inhabitual- para convertirse en una tradición más del segundo ciclo lírico de España en antigüedad. Un proyecto cultural que, pese a las estrecheces presupuestarias (esto también ya es otra tradición, más truculenta, eso sí), mantiene el nivel entre las cinco o seis temporadas que realmente aportan valor cultural añadido en nuestro país.

Richard Strauss y su libretista Hugo von Hofmannsthal han dejado para la historia de la ópera algunas de las páginas más sublimes del género. «Ariadne» es una de sus grandes obras maestras, una delicia de principio a fin, a través de una escritura musical cuidada, de ecléctica estructura y sofisticación dramática. La mixtura entre tragedia y comedia en dos planos tan entrecruzados resulta, como poco, conflictiva y es, a la vez, uno de los puntos de apoyo de su genialidad. Strauss navega por un mar calmo que de golpe se eriza casi sin esperarlo para amansarse de nuevo de manera repentina. Esta obra supone para el compositor germano el atisbo de nuevos horizontes estilísticos en la búsqueda de una música más transparente, sin adherencias ni grandilocuencias, esencial. En la hoja de ruta de «Ariadne» se deja ver el Barroco conviviendo con la exacerbación romántica de impronta wagneriana, sin por ello arrinconar elementos del más fogoso bel canto italiano. El juego del teatro dentro del teatro, la comedia del arte o los caminos dramatúrgicos entrecruzados de Ariadne y Zerbinetta se van tejiendo desde el prólogo con minuciosidad de orfebre en la que Strauss volcó mucho de sí mismo en el ímpetu heroico del personaje del compositor que se funde junto a su creación en el acto único.

Estas premisas no son más que sucintos apuntes que buscan explicar la enorme complejidad que conlleva poner en escena, con garantía de calidad, una ópera como «Ariadne auf Naxos». La buena primera función a la que asistimos el domingo ejemplifica la madurez del buque insignia lírico asturiano capaz de asumir los más ambiciosos retos. Asistimos a una velada cuidada en todos sus aspectos -vocal, musical y escénico- con momentos de excelencia que propiciaron un notable nivel de conjunto, aspecto, éste, esencial en un título de las características de «Ariadne». Vayamos por partes. El extenso elenco encargado de defender la obra cumplió con creces, especialmente en alguno de los roles principales. Sólo por apreciar la intensidad y el fulgor interpretativo de la mezzosoprano Katharine Goeldner como el compositor ya merece la pena asistir a una representación. La Goeldner es una de las referencias internacionales actualmente en este papel en el que sigue la estela de otras ilustres divas del pasado. Emoción, intensidad, ese carácter patético exacerbado trufado de ingenuidad del compositor están expuestos por la mezzo americana con rigor preciso, de vuelo poético y ensoñador. Su emisión refinada y cristalina la convirtió en gran triunfadora mediante una lección de canto que desequilibró hacia arriba pese al buen trabajo del resto. Triunfó Gillian Keith como Zerbinetta. En la escena la aportación a ese personaje tan arquetípico de estrella segundona siempre a la caza de su gran oportunidad fue impecable. Vocalmente funcionó en la zona aguda -aunque algo justa en algún sobreagudo- enfrentándose con autoridad a la endiablada aria «Grossmächtige Prinzessin!», uno de los pasajes de coloratura de mayor dificultad de todo el repertorio operístico. Emily Magee, por su parte, fue una prima donna / Ariadne entregada y solvente, aunque se atisbaron problemas vocales en el gran dúo final, especialmente en el registro grave en el que su emisión se tornó opaca e incluso inexistente por momentos. Esto lastró un tanto una intervención de calidad que no acabó de redondear. A pesar de su entrega no encajó la voz de Richard Margison con la contundencia necesaria para el tenor / Bacchus. Le faltó al canadiense mayor refinamiento expresivo, consiguiendo, no obstante, que el rol destacase con fuerza en el dúo. El resto del reparto funcionó de manera adecuada en un trabajo coral muy bien resuelto, con un rotundo Philippe Arlaud como mayordomo y, por tanto, exigente maestro de ceremonias, un Vesselin Stoykov convincente maestro de música y muy bien los cuatro cómicos o las tres ninfas. Hay que destacar la abundante y exitosa presencia de cantantes asturianos en el elenco. Su presencia continua en la temporada es muestra de apoyo y compromiso.

La maestría instrumental y orquestadora de Strauss se deja sentir con fuerza a través de una partitura musicalmente exigente y hermosa. Para «Oviedo Filarmonía» era un reto asumirla y la excelencia con la que lo hizo muestra el buen momento de la formación en su décimo aniversario. Sachio Fujioka realizó una lectura precisa, de control absoluto del edificio sonoro straussiano. Buscó siempre el equilibrio para llegar al clímax de la metamorfosis del amor en plenitud. Buen trabajo el de su segunda estancia en el Campoamor.

Se alza el telón y alguien arroja un cubo de agua al escenario. Es un punto de arranque extraño, llamativo y que pone en guardia. De repente estamos en el «backstage» del teatrillo palaciego y la acción se condensa y acelera en un prólogo trepidante de un ritmo posesivo en el que no dejan de pasar cosas y toda la acción se atropella y entremezcla. Es un torbellino de sensaciones sobre las que sólo el compositor intenta sin mucho éxito poner orden. Philippe Arlaud -director de escena, escenógrafo e iluminador- opta por el batiburrillo inicial para contraponerlo después a una acción más encauzada como si el río de la vida que al principio bulle como un torrente luego se amansa en meandros emocionales antes de desembocar en el mar. La presencia de Arlaud en Oviedo -uno de los nombres más importantes de la escena europea- es un lujo. El que su trabajo se haya coproducido con el teatro Carlo Felice de Génova y la Ópera Nacional Griega pone al Campoamor en el mapa internacional y, a la vez, ahorra costes de producción escénica. El prestigio de nuestra temporada ha permitido dar el salto hacia su internacionalización en todos los parámetros y las coproducciones con teatros de otros países elevan el listón y aportan prestigio a la ciudad.

Quizá para una primera presentación a buena parte del público de la obra el prólogo resulte algo confuso y atropellado en su desarrollo dramatúrgico -es, de hecho, un lastre del montaje-, pero tras la pausa la obra se atempera con una catarata de ideas y de símbolos casi todos ellos acertados. La iconografía se percibe en el detalle de cada elemento, en las cuerdas rojas que atan la fidelidad de Ariadne, en la fecundidad del trigo, en los tristes cómicos que aletean en torno a Zerbinetta y en los bomberos que queriendo aplacar el fuego aún lo avivan más. Envuelve Arlaud su discurso dramatúrgico en una escenografía de trazo surrealista -daliniana el último tramo- y guiños a la cultura pop, llena de ironía, y fiel a la idea original. Es, en fin, un buen -aunque no magistral- acercamiento a la obra, que tiene dos puntos débiles en una iluminación convencional y en un vestuario no demasiado imaginativo y que no logra salir del tópico. Matices para una hermosa noche de ópera que abrió con talento una nueva temporada en un Campoamor de actividad incesante a lo largo de todo el año.

Intérpretes: Philippe Arlaud (el mayordomo, actor), Vesselin Stoykov (un profesor de música, barítono), Katharine Goeldner (el compositor, mezzosoprano), Richard Margison (el tenor / Bacchus, tenor), José Tablada (un oficial, tenor), Francisco Vas (un maestro de danza, tenor), Marcos García (un peluquero, barítono), José Manuel Díaz (un lacayo, barítono), Gillian Keith (Zerbinetta, soprano), Emily Magee (prima donna / Ariadne, soprano), Marc Canturri (Harlekin, barítono), Juan Noval-Moro (Scaramuccio, tenor), Marc Pujol (Truffaldin, bajo), Juan Antonio Sanabria (Brighella, tenor), Susana Cordón (Najade, soprano), Mireia Pintó (Dryade, mezzosoprano), Olaztz Saitua (Echo, soprano). Orquesta «Oviedo Filarmonía». Dirección musical: Sachio Fujioka. Dirección de escena, escenografía e iluminación: Philippe Arlaud.