Si por algo se caracteriza «El martirio de San Sebastián», es por ser una obra que rompe los moldes formales establecidos. No es un ballet, ni una ópera ni una partitura sinfónico-coral, y sí una peculiar y embriagadora mezcla de todo ello. Por eso resulta tan difícil que llegue al público en su planteamiento original, osado, si se quiere, y, también, barroco-simbolista, saturado en una atmósfera que no encuentra en los ciclos al uso -líricos, conciertos, etcétera-, el espacio para revelarse, para mostrar indicios de lo oculto. El simbolismo de la obra bien podría encontrar alguna conexión en el origen materno nipón de Märkl, de la misma manera que se revela la influencia japonesa en algunos cuadros simbolistas. Sin embargo, en la parcial -para el que esto escribe, mutilada- interpretación de la obra predominó un colorido casi descaradamente «fauve», en vez del más apropiado, por penumbroso, de un Moreau; por continuar con la analogía pictórica. Jun Märkl mostró su faceta más oriental en la precisión -su dirección resultó milimétrica en todo el concierto-, pero no se benefició, para el bien de la obra, de esa fascinante y reverencial tendencia hacia la penumbra de la cultura japonesa. Impecable, por tanto, en su calidad técnica, pero demasiado lustrosa, carente de claroscuro, donde brilló, esta vez por su ausencia, el encanto, el exotismo o la arrebatada religiosidad que contiene tan fascinante composición.

El «Concierto n.º 1 para violonchelo en la menor», de Saint-Saëns, tuvo un intérprete solista de auténtico lujo. Gautier Capuçon, hermano del también célebre violinista, se dio un paseo sonoro de la mano de un extraordinario instrumento como lo es el Goffriler que toca. Muy a la francesa, con el violonchelo cariñosamente apoyado en el hombro y casi tumbado sobre la silla, y un rictus de placidez que se entreveía a través de su simétrica y lisa melena, nos encontramos frente a un solista que no oculta un cierto divismo en su apariencia, pero estando el resultado sonoro en consonancia con tan amable actitud en cuanto a dominio técnico. Su afinación es lo que se define en música como «expresiva». En ella hizo resaltar, aún más si cabe, el protagonismo del instrumento solista, apurando en la expresiva tensión entre los grados de la escala. De una sonoridad mordiente, en su doble acepción de mordida y de sustancia que sirve para fijar los colores, el lirismo romántico del concierto fue una delicia para los sentidos. Capuçon se impuso, con su también sobrada atención al devenir del resto de la parte orquestal, a la que prestaba ojos y oídos, gestos y cómplices miradas, sobre el conjunto de la interpretación, muy eficaz, pero no en la misma medida que el solista. De propina ofreció un fascinante Prokofiev como medida de su indiscutible virtuosismo.

La tercera obra del programa concentró la eficacia orquestal en grado sumo. La interpretación de la sinfonía «Fantástica» de Berlioz fue ejemplar, nada manida en su ejecución y de una potencia sonora verdaderamente impactante. A pesar de ser una obra tan popular -que hay que dejar reposar durante largos períodos de tiempo si ya se tiene muy oída-, logró cautivar en su interpretación en vivo, que es como mejor se muestra en todo su esplendor este grandioso repertorio. La orquesta dio un extraordinario nivel en todos los aspectos y en todas las secciones. La masa orquestal se convierte así un espectáculo en sí mismo. De propina el preludio del tercer acto de «Lohengrin», en la misma línea.