Con un electrizante e imaginativo sentido de la sonoridad y un inusitado control de la tensión, acariciaron los arcos del cuarteto «Emerson» los primeros compases del «Cuarteto en mi bemol mayor» op. 12 de Mendelssohn. Ni un solo momento de quiebra ni desvanecimiento en este empeño, como si de una advertencia frente a cualquier intento contra la unitaria visión estilística que habrían de imponer en su interpretación se tratara. Hicimos oídos para la sonoridad cuartetística, buscando entre la sutileza de su propuesta los asomos de la articulación y el fraseo. Una misión inútil. Prescinden de lo obvio superándolo excepcionalmente en la intensificación de la severidad que contiene la música. El resto de la obra fue un prodigio, en éste y otros aspectos, de compenetración apenas escenificada; siempre hay momentos en donde uno de los intérpretes marca la dirección, pero nunca resultó obvio. Buscar la claridad de la estructura se nos antojó un ejercicio vulgar, unas veces creaban sonidos susurrados en donde apenas se percibían las notas del «acompañamiento» y otras exhibían sus personalidades saliéndose de los tópicos clichés respecto a un empaste sonoro que nunca dejaba de tener vigor e intensidad interior. El cuarteto «Emerson String», uno de los tres mejores del mundo en estos momentos, cruzaba sin excentricidades la barrera del sonido para satisfacer todas las ansias. Quien no experimente la sensación de haberse asomado al interior de la más pura expresión musical a través del cuarteto de cuerda con una calidad como la ofrecida por el «Emerson» ya puede ponerse sus mejores galas y hacer el más vacuo ejercicio de afición musical que se conoce, asistir a una ópera creyendo que, según la vestimenta, perteneces a ella. En éstas estamos todavía. Al menos una vez al año debería ofrecerse en los conciertos del auditorio de Oviedo esta inigualable experiencia musical.

Hemos de confesar haber sentido cierta ansiedad al romper este aura de deleite camelístico para, súbitamente, enfrentarnos a la «Sonata para piano en do mayor» n.º 2/III de Beethoven, pero fue sólo por unos instantes. El pianista Emanuel Ax mostró un poderío sonoro tan expansivo desde el primer momento que inmediatamente nos confortó, asumiendo el giro. El «Allegro con brío» inicial fue de una impactante brillantez, en donde la complejidad se dibujó con una intensidad tan inequívoca como rica en recursos sonoros, al mismo tiempo que nos hacía sentir pasión y admiración por el manejo combinado entre las manos del intérprete y su dominio con los pedales a la hora de extraer una coloratura pianística que actualiza la visión de un Beethoven emblemático, como antojándose pulverizar las posibilidades cromáticas del fantástico Stenway de Auditorio. Con el «Quinteto para piano y cuerda en la mayor» op. 81 B.155 de Dvorak se subió un grado más -al límite de lo tolerado por el ser humano- esa febril exhibición de excelencia camelística. En la belleza de quinteto de Dvorak tampoco asombraron en la perfección -fue una realidad superada-, sino en su capacidad para hacer de la interpretación una experiencia musical viva. Es esto mucho más de lo que parece. Sin perder de vista la personalidad individual de los intérpretes, el diálogo se produjo entre ellos y no siempre forzando un empaste homogéneo -cuando lo hacían superaban lo conocido- o la obediencia absoluta del «primarius»; el exceso de temperamento individual también es, y se mostró, necesario. La asombrosa exhibición de poderío elevó a cotas difícilmente igualables la interpretación, que sólo en un directo así puede hacernos comprender la belleza insuperable de esta música. La técnica es al mismo tiempo expresión, dijo Carlos Kleiber. El cuarteto «Emerson String» y Emanuel Ax lo pusieron en evidencia y, añadiríamos algo más, en los límites de la técnica, de la expresión, no faltó espacio para la calidez y la espontaneidad. Podríamos -en plural- habernos quedado dos horas más escuchando otras cumbres de la literatura camelística sin pestañear, aunque el término música de cámara no se adapta aquí -por restrictivo- a un concepto musical que haría tambalearse, por su potencia expresiva, a algunas de las sinfonías u óperas del repertorio o dinamitar los límites de una sala de conciertos como el Auditorio.

El Schumann de propina fue otro bellísimo ejercicio de compenetración de cinco intérpretes, todos magníficos, que en realidad parecían uno en su compenetración. ¿Puede pedirse algo más?