En las entradas y en los carteles se anunciaba «Suite Flamenca de Arturo Pavón para orquesta y piano», pero, en realidad, lo que se ofreció al público fueron tres conciertos en uno que sintetizaron todo el universo flamenco: cante, baile y toque, y que expresaron la versatilidad de este arte y su capacidad para ser interpretado desde la fragua hasta el gran salón, pasando por el tablao.

Abrió el espectáculo la «Suite Flamenca de Arturo Pavón para orquesta y piano», interpretada por la orquesta «Oviedo Filarmonía». Las trompetas abrieron el concierto para iniciar un tema por soleá, y escuchamos por primera vez la guitarra de Paco Cepero, que no pudo rendir al máximo por una ecualización poco adecuada y que impidió escuchar con nitidez los punteos y acordes del maestro. Pedro Ricardo Miño demostró que la fuerza y pasión del cante se pueden trasladar al teclado. Muy buena orquestación y estupenda dirección, aunque bien es verdad que a más orquesta menos flamenco y más aire de copla y de quintaesencia española al estilo de los maestros Rodrigo y Falla. En el resto de la suite hubo sabor a fandango por violines, aroma oriental, de mestizaje, recuerdo de cantes de fragua tan raciales como el martinete, tangos de gran dramatismo orquestal, alegrías de Cádiz y momentos en que parecía que iba a arrancar el palmeo, pero el corsé orquestal lo envuelve todo y la disciplina se impone a lo emocional. Al final, los músicos consiguen transformar el sentimiento íntimo de la pena del flamenco elevando a otros mundos la queja individual hasta hacerla pública y solemne, grande, única. Y uno reflexiona: ¡qué bien se abraza el flamenco a otras músicas!, ¡cómo se nota que es un arte mestizo, que nunca chirría cuando se junta con acordes extraños! Luisa Ortega interpretó por seguirilla «El Remedio». Canta bien, pero sin fuerza.

Tras el descanso, segundo concierto. Paco Cepero, maestro guitarrista al que acompañaba Paquito León, arrancó tantos o más aplausos que la orquesta, demostrando que el maestro sigue en forma.

En la tercera parte el escenario fue ya un tablao y atrás quedaron los ecos orquestales. Era el turno de Rocío Molina, que entró vestida a la moda de las jovencitas de hoy. Elegancia, medida, control y duende sobre el suelo, con un cuadro flamenco de primera categoría.

Al final, cansancio del público aparte, mandaron las guitarras y la pena se hizo solemne.