El éxito de las óperas de Haendel ha venido cuando los teatros han optado por poner los medios correspondientes para ello, a lo que debe sumarse una nueva generación de artistas capaz de abordar en condiciones sus dificilísimas partituras. En todo caso, el proceso de acercamiento de los grandes cantantes a estas óperas ha sido paulatino. Después de la Guerra Mundial, muy pocos estaban por la labor de asumir los requerimientos de este difícil repertorio. Sin embargo, progresivamente se vio cómo unos y otros iban siendo captados por el genio haendeliano.

Aunque en la actualidad -y basta recorrer la cartelera de los teatros para constatarlo- la figura de Haendel forma parte del repertorio mundial, el interés por este autor ha tenido altibajos en la historia. Celebrado como pocos en su época, con funeral multitudinario incluido, su legado sólo conocería, fuera de Inglaterra, algún interés en Alemania y Austria. En realidad, y a casi cincuenta años de su estreno, «El Mesías» sólo se mantenía en Gran Bretaña. En el resto de Europa su conocimiento estaba en manos de unos cuantos eruditos. Entre ellos, Georg Vogler, que fue el primero en mostrar esta obra a Mozart en Mannheim en 1777. Más importancia tuvo, sin embargo, el barón Gottfried van Swieten, quien tras haber ejercido como diplomático en Londres, se trajo una importante biblioteca, en la que figuraban varias piezas mayores de Haendel.

Entusiasta del compositor sajón y con la fuerza de su melómana pasión, Swieten se empecinó en darlo a conocer en Viena. Después de un poco afortunado intento con «Judas Maccabaeus», creó una sociedad que anualmente se obligaba a presentar un oratorio. Con el fin de adaptar las obras de Haendel, solicitó a Mozart su colaboración. Conocemos cuatro piezas que éste revisó completamente: «Acis and Galatea» (1788), «El Mesías» (1789) y, finalmente, «Alexander's Feast» y la «Oda a Santa Cecilia» (1790), de las que Mozart se encargaría también de su dirección.

En Inglaterra, su país de acogida, se constituyeron festivales Haendel que serían influyentes en el propio Mendelssohn, quien llegó a escribir un prólogo para una de las primeras ediciones de «Israel in Egypt», sin olvidarnos de Wagner, quien mostró un gran respeto por el sajón. Quizá fue en Francia donde obtuvo menos consideración y quede, como reflejo, el comentario de Berlioz, calificándolo de «tonel de cerdo y cerveza». Tampoco podemos olvidar los ácidos comentarios de un Camille Saint-Saëns -por otro lado, mente abierta al patrimonio histórico galo- al señalar que «a mis ojos la ejecución de las obras de Haendel es una quimera, sólo válida para eruditos y ratas de biblioteca», pese a que en su «Samson» aparezca el talento contrapuntístico del sajón.

A lo largo del siglo XIX, y por cuestiones más políticas que de otro tipo, aumentó en Alemania la ilusión por Bach (convertido en el máximo ejemplo de lo que puede ser un artista nacional) mientras disminuía el interés por un Haendel cosmopolita y poco menos que exiliado. Sus óperas habían dejado de mostrarse desde mediados del siglo XVIII y con la excepción de algunas arias, como el celebérrimo «Largo» de Serse, se hundieron en el más profundo olvido hasta el 26 de junio de 1920, cuando el doctor Oskar Hagen, profesor de Historia del Arte en la Universidad de Göttingen, que había ofrecido un seminario sobre este autor, representó «Rodelinda», título que no se ofrecía desde 1736. A los suecos siguió Halle, ciudad natal del compositor que llegaría a fundar un festival en su memoria, si bien ambos casos parecieron tratarse en una primera instancia de experimentos arqueológicos.

En el resto del mundo, cuando se interpretaban algunas de sus composiciones, se hacía con curiosos arreglos, caso de la «Water Music «servida por Sir Hamilton Harty con toda la pompa y circunstancias que demandaba el espíritu victoriano. Antes de la Segunda Guerra Mundial, las tentativas fueron más bien escasas, por lo que habrá que esperar a la conmemoración de su muerte en 1959 para sentir el espaldarazo que obtuvo. De todos modos, a fines de los años setenta, Harold C. Schoenberg, el popular crítico del «New York Times», afirmaba que Haendel «se ha convertido en un hombre de una sola obra y puede afirmarse sin faltar a la verdad que, casi todas sus creaciones, salvo "El Mesías", están fuera del repertorio permanente y apenas hay un puñado en la periferia». En el caso español, la ausencia de nuestros escenarios operísticos fue prácticamente total hasta hace más de veinte años.

¿Cómo se ha llevado a cabo un cambio tan rápido? En gran parte ha venido de la mano del disco y de los intérpretes especializados, que han abierto con su talento los oídos del público actual. Porque Haendel debe mucho a los Harnoncourt, Jacobs, Hogwood, Gardiner, Minkowski, Christie, Goebel, pero también a los Deller, Richter o Leppard. Todo ha sido un proceso lento, muy lento, pero consistente, que nos ha llevado: primero, a catalogar su legado; segundo, a saberlo interpretar, y tercero, a mostrarlo actualizado para que pueda ser comprendido por el público de nuestros días.

Para entender la complejidad de estos pasos, basta señalar que las óperas de Haendel están pensadas para un determinado momento histórico, con unas claves de comprensión del espectáculo que se han perdido y con unos públicos que, lo mismo que ahora, se dejaban llevar por sus debilidades y sus gustos. La misma ópera no se concebía como un espectáculo cerrado como ahora, donde si llegas dos segundos tarde se cierra la puerta en las narices del espectador, porque, de alguna manera, vamos a la ópera como si se asistiese a un acto sagrado. En el siglo XVIII había un movimiento permanente, incómodo si se quiere, pero que permite comprender de qué modo podía aguantarse una sentada de cinco horas o más de espectáculo, porque no se olvide que en los entreactos también se ejecutaba música.

De ahí que el público que quiera disfrutar de una ópera -y desde luego «Ariodante» lo merece- ha de investigar, mínimamente, para entender y comprender sus claves. El director Nikolaus Harnoncourt, uno de los mejores intérpretes del compositor, que ha dejado eximias versiones de sus oratorios, lo señalaba cuando afirmaba que «la música no sólo es emoción, sino también conocimiento. Va más allá de tocar las notas, porque hay que saber qué hay detrás de ellas o, al menos, hacer un esfuerzo en su comprensión. De esa manera podremos saber que las obras de Haendel tenían otra dimensión de la que vemos actualmente, para así concederles un valor adecuado».

Ese esfuerzo de historicismo para el lector viene de la comprensión de la estructura por excelencia que cruza de arriba abajo cualquier ópera, el aria da capo: un tipo de forma musical cerrada, especie de aria totalmente independiente, a modo de primeros planos emocionales, que organiza su material musical en tres partes. La primera, más larga, contrasta con la segunda en modo o en tempo, para volver otra vez a la primera. Aquí, los intérpretes estaban obligados a variar las ideas originales, improvisando, añadiendo todo tipo de diabluras y fuegos artificiales vocales, excitando con todo tipo de recursos vocales los sentimientos más primarios del oyente.

Cuando Haendel, reconocido empresario, probaba a sus artistas, les obligaba a improvisar variaciones sobre arias escritas. Los cantantes con los que trabajaba fueron los mejores de su tiempo, con la excepción de Farinelli que, por razones varias, siempre se negó a colaborar con el sajón como bien reflejaba la estupenda película de Corbiau.

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