«Una noche en el Monte Pelado», obra de altos vuelos sinfónicos, se mostró con decisiva eficiencia en una interpretación aplicada de Oviedo Filarmonía; fue el preámbulo a la verdadera aportación a las Jornadas, el pianista Jue Wang. Sus indiscutibles cualidades técnicas quizá no estén en la órbita de lo que parece que se espera hoy en día de un solista -dependiente de factores como el marketing y las líneas que marcan los propios agentes para dar salida a sus intérpretes-, personalidad arrolladora, estética glamourosa o, en la práctica, voluptuosidad y exhibicionismo técnico fuera de lo normal. Jue Wang (1984), joven pianista increíblemente dotado para el instrumento, abordó el «Concierto N.º 1» de Tchaikovsky con franqueza, mostrando un incuestionable virtuosismo. ¿Es un pianista vibrante, sensible, o es más bien algo distante en su aparente frialdad, que parece basar su poderío casi únicamente en su exquisita y depurada técnica? Quizá ni lo uno ni lo otro, o una mezcla oculta tras una velada modestia escénica algo lacerante.

Tal vez esto dificulte la comunicación, la empatía, o reste alcance al dramático efecto de su imagen sonora, pero no a su poderío y habilidad ejecutora. Sorprendió en una impecable interpretación sin el más mínimo aspaviento. Aunque la versión no fuera una aportación en sí misma, más allá del empeño de unos «tempi» que parecían darse innecesariamente a la fuga, y cuyo movimiento central resultó algo irregular debido a un acompañamiento que la dirección no ajustó milimétricamente.

Julia Jones acaparó el resto de la atención. Con un abanico gestual reducido y simple -su basculamiento del tronco no pareció mejorar la eficacia-, se hace entender con facilidad. Al final del concierto, el positivo pateo de la orquesta como balance de su trabajo no dejó lugar a dudas, se encontraron cómodos con su forma de ensayar y dirigir. Esto puede ser bueno, malo o todo lo contrario.

Pablo González -junto a otro asturiano- ha sido uno de los directores que han salido peor parados en las encuestas internas de la OSPA, quizá porque tras su aparente fragilidad es un director que se impone musicalmente desde un primer momento, que es capaz de exprimir hasta el último segundo del tiempo de ensayo previsto -aunque para algunos signifique llegar más tarde a casa-, cerrar bruscamente y tal vez con mal gesto la partitura cuando la concentración y el rendimiento bajan o, directamente, vetar a un instrumentista que no le parece apropiado. A pesar de que el trato profesional sea más o menos amable para algún músico, el resultado orquestal, como hemos podio constatar en el «Don Giovanni» ovetense, es absolutamente satisfactorio, prueba irrefutable de su extraordinaria valía.

A Jones no le faltó profesionalidad, ni seriedad en la dirección. Sin embargo, su planteamiento, que no fue caprichoso ni efectista, no dio siempre los mejores resultados. En la «Segunda sinfonía» de Sibelius, en la que no faltó atención al cuidado de la sonoridad -en ocasiones intencionadamente tosca, y por eso peligrosa-, apenas pudo sostener el discurso lineal de la obra, por ejemplo en el fragmentado carácter del primer y último movimientos, ni en la necesaria tensión que requiere el segundo movimiento «Tempo andante, ma rubato», donde con frecuencia se desmoronó en intensidad.

El programa en su conjunto resulta tan aparentemente amable como, y no es contradictorio, poco atractivo para un público no incondicional. La «asegurada» belleza rusa de la primera parte -no habrá más música en el mundo- es la prueba de que mientras unos paradigmas de belleza se agotan, otros permanecen, y la música clásica no es ajena a esto. Lo cierto es que ante esquemas a estas alturas tan poco imaginativos entendemos la desbandada de público joven de las salas de concierto. ¿Acudirían en la convocatoria, mismo día misma hora, contra la censura en internet y la sombra de la codicia parapolicial de la SGAE? Bendita juventud.