Una mezcla de satisfacción y rabia se dejaba ver el lunes en el semblante de muchos espectadores a la salida del estreno de «Ariodante», de Georg Friedrich Haendel, en el teatro Campoamor. La alegría llegaba tras asistir a una noche de ópera inolvidable, cuajada de pasajes sublimes, y la preocupación se evidenciaba por la incertidumbre ante los recortes que pueden llevar a la temporada a un preocupante descenso en su calidad media más allá de un ajuste temporal perfectamente entendible por la deteriorada coyuntura económica. Algunos melómanos incluso proponían protestas efectivas a favor de la industria cultural ovetense que se vertebra en torno a la actividad musical del Campoamor y del Auditorio, reivindicando su importante peso en la economía local.

Quizás el calor de los comentarios tuviese mayor énfasis tras asistir a la deslumbrante función de «Ariodante», a la que más de uno entraba escéptico y, después de casi cuatro horas, la gran mayoría salió fascinada por la pujanza de una obra maestra ofrecida con parámetros de primer nivel, homologables a los que se pueden presenciar en algunas de las principales capitales europeas. Por cierto, con un espectáculo de esta categoría, ¿aún falta convencimiento para impulsar en condiciones la capitalidad cultural europea asturiana? ¿Cuántos teatros de ópera españoles, fuera de las grandes ciudades que cuentan con presupuestos estratosféricos, pueden ofrecer una propuesta de semejante calidad?

Los éxitos de relieve no son fruto de la casualidad, sino del trabajo concienzudo y de la búsqueda incansable de la excelencia. Asunto éste no siempre tan sencillo en un entramado tan complejo como es una representación lírica en la que cualquier error puede desestabilizar el conjunto. Aquí funcionó todo y lo hizo a un rendimiento altísimo, propiciando una labor de equipo en la que cada elemento fue sumando en una aportación continua desde cada uno de los frentes. En primer lugar, hay que celebrar como se merece la presencia en el foso de Andrea Marcon, director de la Orquesta Barroca de Venecia y uno de los nombres imprescindibles en el ámbito barroco internacional. Pasará a la historia de la temporada por su magistral versión, que convirtió a la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias en una formación barroca, versátil, estilísticamente ajustada, ofreciendo un sonido fastuoso y elegante, delicado y muy vigoroso en los contrastes dramáticos. Ha hecho Marcon una transformación que no siempre se consigue en orquestas no especializadas, y ahí se agiganta un trabajo marcado por la entrega y capacitación de la agrupación asturiana. Marcon, además, pudo moldear musicalmente a su antojo a un elenco verdaderamente sensacional y compensado, al que se añadió un coro bien afinado y ponderado que en los pasajes puntuales requeridos intervino desde el foso con buena afinación y adecuación estilística.

En el «cast», la mezzosoprano Alice Coote encandiló al público. Su actuación fue un fogonazo luminoso que desbordó la emoción tras cantar con tal belleza el aria «Scherza infida» en el segundo acto, que, francamente, sobrecogió por su derroche expresivo. Me recordó una década atrás al deslumbramiento que produjo Ewa Podles en «Giulio Cesare», otro estreno haendeliano para el recuerdo. Coote exhibió una paleta expresiva opulenta apuntalada desde una interpretación vibrante y febril del enamorado Ariodante. De su trabajo delicado y sutil partió la fascinación hacia una artista arrolladora, una diva en condiciones. En una sesión con destacados debuts, también brilló con fuerza uno de los nombres de mayor presencia en los circuitos, la argentina Verónica Cangemi. Se empleó a fondo en el rol de Ginevra, y tras un arranque un poco en segundo plano ya dio plena muestra de su gran talento en los actos segundo y tercero, donde cantó con la garra que el personaje precisa y en pleno dominio de una coloratura rica, muy trabajada técnicamente. Sorprendió, asimismo, el refinamiento de la Dalinda de Sarah Tynan, perfecto contrapunto al rotundo Lucarnio de Paul Nilon en su regreso a Oviedo. Nilon se mueve en este repertorio con la mayor comodidad y eso se traduce en un canto poderoso que le da mucha fuerza al personaje. He dejado para el final a los tres españoles, Joan Martín-Royo, en su asentamiento definitivo en Oviedo cantando un rey de Escocia muy bien planteado vocalmente, y esa todoterreno que es Marina Rodríguez-Cusí, cantante que ha hecho de su ductilidad una baza innegable. Consigue dotar a su Polinesso de furia y fiereza, y canta con honestidad y convencimiento. Es Rodríguez-Cusí una intérprete generosa y eso siempre añade un plus a una profesionalidad intachable. Cumplió también en su presentación en el ciclo -que no en el Campoamor, pues ya cantó en el Festival de Zarzuela- el barítono Javier Galán como Odoardo. Junto a los cantantes ha de destacarse en primer plano el sensacional cuerpo de baile, de tanta relevancia en este título y que contribuyó a redondear el trabajo de equipo sin cabos sueltos, en condiciones.

Después de presenciar la catarata de bravos que recibieron el director de escena David Alden y su equipo al salir a saludar, siento tener que romper uno de los tópicos que circulan en torno al ciclo ovetense y contradecir aquellas afirmaciones tan categóricas que a veces se escuchan: «En Oviedo no gusta lo moderno». Pues sí, señores, ¡vaya si gusta! Sobre todo si está hecho con maestría, elegancia e ingenio. A lo mejor lo que no gusta es lo que está mal resuelto, ya sea clásico o moderno. La pretendida y artificiosa batalla sobre los cambios de época en las óperas -hinchada artificialmente por el interés de algunos- salta por los aires por la reacción ante una puesta en escena transgresora y arriesgada, dura en muchos pasajes, como lo es la propia dramaturgia de Haendel. Alden no escatima crudeza, pero sabe contarla con criterio, no a golpes de «boutade». Si hay violencia, psicológica, física o sexual, esa virulencia ya emana de la música, no llega forzada desde la escena. El trabajo escénico se percibe complejo, pero su resultado es transparente, no abigarrado. En el barroco se suele tender a puestas de escena amaneradas que distancian al espectador, pero en este caso la acción tiene enjundia y furia. Alden construye muy bien los personajes, los caracteriza con elegancia y se apoya en una escenografía y un vestuario esplendentes firmados por Ian MacNeil. La paleta cromática de ambos elementos, reforzada por la pulcra iluminación de Wolfgang Goebbel, va generando pasajes de belleza apabullante. La estética es rabiosamente moderna -estamos ante una producción ya veterana, pero que mantiene intacto su poder de atracción- en su mezcla del mundo barroco con elementos actuales (los frescos de la cúpula de Mondovi de Andrea Pozzo, los cuidados combates y una estética cinematográfica sutilmente enunciada de filmes como «Drácula» de Coppola son algunos ejemplos al respecto).

De continuo se percibe una elegancia que se extiende sobre la escena casi misteriosamente empujando un contraste soberbio entre cada acto, exprimiendo al máximo las posibilidades de la escenografía. El teatrillo del fondo se reinventa de continuo como una caja mágica y nos transporta a diferentes planos de acción, al igual que un telón de metacrilato en primer término ayuda a los cambios de cuadro empleando la iluminación de la sala para encadenar las escenas de manera fluida. Los ballets asombran por su radicalidad e ingenio -la coreografía original es de Michael Keegan-Dolan-, especialmente, por su simbolismo, el que cierra el segundo acto, en el que Ginevra pierde la razón y de su subconsciente brotan deseos tormentosos, incestuosos y monstruos que el raciocinio ya no domina. Es una lectura tan salvaje y sofisticada que catapulta a este «Ariodante» como el espectáculo de mayor interés y calidad de cuantos se han representado en Asturias a lo largo del año. No se lo pierdan, porque estas delicias no abundan.