Javier NEIRA

Todo empezó en una noche de la fiesta de la Virgen, allá por la profunda Edad Media. La leyenda aparece en toda Europa y denota el conocimiento e importancia que entonces llegó a tener la catedral de Oviedo, origen del Camino de Santiago y siempre santuario de referencia por sus importantes reliquias.

Un hombre sin duda poco escrupuloso yació -se supone que más o menos de manera forzada- con una penitente que a la vista de los resultados maldijo a lo que había de nacer de aquel encuentro. Y como quizá no hay mejor maldición que entregar el fruto de la unión al demonio así lo hizo.

Nació una niña, Oria, y a los siete meses el demonio cobró la promesa que le habían hecho, se la llevó y con ella estuvo durante diecisiete años.

Como el maligno no para, fue a una abadía aragonesa, por los puertos de Aspe, a tentar a los monjes negros que allí vivían en oración y dejó sin cuidado a la niña, ya jovencita, porque no hay tiempo para todo.

Santiago, que tampoco tomaba vacaciones, apareció en la escena y al instante imprimió con su propia uña y en el dedo medio de la mano izquierda de la joven la señal de la cruz. El bien y el mal marcando a la joven atribulada.

De regreso de sus maldades, Lucifer vio en seguida la señal y exclamo: «¡Oh, aquí estuvo Santiago!», y sin pensarlo dos veces se metió en el cuerpo de la desdichada, que pasó de secuestrada a poseída.

Como indica el historiador Juan Uría, que recoge y estudia la piadosa leyenda, «hasta entonces la había rodeado de una vida fastuosa, dotándola de ricas vestiduras, áureos cabellos y magnífico cortejo de servidumbre, haciéndola habitar, como si fuese una reina, en dorados castillos y suntuosos palacios. La había llevado por los siete aires a todos los países y la había enseñado a hablar en todas las lenguas. Alimentábase la doncella de hierbas crudas y, aunque delgada y esbelta, era al mismo tiempo fuerte y robusta».

El diablo decía a gritos: «Es mía, yo la alimenté y sostuve y crié durante diez y seis años, ¿por qué habría de perderla?», y como argumento de peso «repetía las palabras relativas a la vida lujosa de que había sido rodeada, insistiendo en que no la dejaría».

Los monjes, contemplativos pero no fuera de la realidad, comprendieron que allí había dos voces distintas. El demonio por unos instantes salió del cuerpo de Oria y los monjes aprovecharon la ocasión y le cambiaron las vestiduras. Las que traía las arrojaron al fuego, donde crepitaron «como cáscaras de huevo, exhalando malísimo olor». Pero el maligno volvió por donde solía.

Los monjes interrogaron al diablo, que dijo que sólo dejaría el cuerpo de la niña si se lo ordenaban San Salvador o Santiago.

Oria partió hacia Oviedo. Cinco caballeros de Jaca le entregaron pan, que repartió entre los pobres por las cinco llagas de Cristo y al atravesar cinco puentes fue tentada para que se tirase de cabeza al río, pero las limosnas la libraron de la muerte.

Al llegar a San Salvador se postró ante al Arca Santa de la Cámara Santa, donde se custodian las reliquias. El demonio volvió a su cuerpo y a sus peroratas.

Entonces, como cuenta Uría ciñéndose al relato, «un canónigo de aquella iglesia, arcediano y custodio de su tesoro, echole la estola encima», y el demonio comenzó acto seguido a clamar: «¿Por qué me estrangulas, por qué me sofocas? ¡Quitadme eso!» Ni siquiera quería nombrar la estola.

El demonio, por boca de la joven, cuyo cuerpo se iba hinchando, exclamó: «Hablazme de los reyes, de los condes, de los príncipes, de los potestados, los apostólicos y los pontífices, de los legados y de los primates, de los clérigos y los sacerdotes, de los monjes y de las monjas, de los pobres y de los ricos, de los señores y los servidores, de los ignorantes y de los sabios, y yo responderé de todos ellos».

El arcediano temió que desvelase cosas ocultas y simplemente le conminó a dejar a la joven. El diablo respondió: «Tanto la amo que no puedo dejarla. A mí me fue dada por su madre, yo la alimenté, le impuse el nombre de Oria y le enseñe mis artes, ¿cómo la voy a perder?»

Le acercaron entonces la Cruz de los Ángeles. Oria volvió a hincharse dramáticamente y se le trabó la lengua. El demonio gritó «¡quitad eso!», sin ni siquiera nombrar la Cruz.

Al fin el diablo salió, pero volvió al día siguiente. «Una muchedumbre de niños que había acudido a presenciar el espectáculo», cuenta Uría, comenzó a gritar «¡sal fuera, sal fuera!». Y el diablo respondió «¡estos muchachos me destrozan y sus voces me atormentan. Se obra contra mí de una forma grosera, que me hablen de uno en uno y yo responderé sobre cualquier persona y asunto que me pregunten, pero gritando todos a un tiempo no puedo soportarlo».

De nuevo trajeron las reliquias y el diablo se fue. Pero al día siguiente regresó y lanzó por los aires a Oria delante del altar. Siguieron los forcejeos, amenazaron a diablo con la Cruz de los Ángeles y respondió que se la comería. Metieron un brazo de la Cruz en la boca de la doncella: «Ahora come, si puedes», le dijeron. Por fin se fue para siempre.

Oria permaneció seis semana en Oviedo y fue bautizada como María. Contó cómo en anteriores ocasiones había estado por Asturias, cómo había forcejeado con un individuo en el puente del Nora, cómo había entrado con un velo invisible en los templos de Jerusalén y Oviedo y cómo era ella misma la extraña mujer voladora que se había visto en Oviedo siete años antes cuando la ciudad sufrió unas terribles inundaciones.