Bach fusiona en su obra el mayor avance técnico musical conocido con la imagen estética más hermosa. En su música es imposible separar la perfección técnica de la belleza estética que la acompaña. Por más simple y pura que se nos antoje, están fusionados. El instrumentista ha de procurarse unas condiciones similares o no será más que un lector de notas.

En la interpretación de Zimerman es esencial el trabajo que realiza sobre la imagen sonora de la música, íntimamente ligada a su magistral dominio técnico, premeditado y milimétricamente calculado. Son inseparables. Su figura pianística resulta, además de paradigmática, magistral. Sobre la base de este mito del piano que es Zimerman -como prueba de su exquisito culto a la interpretación viaja con su piano a cuestas, el lujo de la excelencia-, Chopin es su fetiche, siendo el compositor que tiene más interiorizado. No hay dos sin tres. Segunda ocasión que interpreta en Oviedo la «Sonata N.º 2», y tercera vez que escuchamos la «N.º 3». Añadió, además de estas sonatas, el «Nocturno en mi bemol mayor Op. 9 N.º 2» y «Barcarola Op. 60». El Nocturno inicial marcó el nivel al que se situó el recital, su introspección fue la base en la que se sustentó la exquisita imagen sonora que propone Zimerman en su Chopin, pero ésta alcanzó cotas verdaderamente extraordinarias en su vuelo en la sonata. La belleza de su inconcebible dominio ante cualquier registro pianístico que se propone va más allá de lo puramente técnico. No queremos simplificar con algún adjetivo el alarde artístico que supone la interiorización de Chopin por parte de Zimerman, un Chopin de absoluta referencia en la interpretación pianística mundial.

¿Que dependiendo del punto de la sala desde el que se escucha la veloz impronta de algunos pasajes parecen desdibujarse? Tal vez, es la acústica que tenemos. ¿Que puede cantar más o menos con la mano derecha, o izquierda, a lo que nos tienen acostumbrados intérpretes «clásicos» de otra manera? Son matizaciones que hay que situar al nivel al que se encuentra un intérprete como éste, que no parece despeinarse ante a lo que nuestros oídos resulta prodigioso. La imagen sonora de Zimerman reinterpreta la visión pianística en nuestro tiempo. Acostumbrados a solistas que nos asombran por su altura, iconográficamente percibida por el oyente desde abajo. Zimerman se asoma y nos muestra la interpretación pianística desde lo más alto en un picado absoluto y, al mismo tiempo, transversalmente interiorizada.

La celebérrima «Marcha fúnebre» fue uno, quizá más evidente para todos, de los hitos pianísticos de los que hizo alarde, a través de la belleza, del profundo conocimiento, de la comunicación con el espectador. Hay muertes de quita y pon. Un español muere por el mundo y es la noticia, seis niños mueren de hambre cada minuto y apenas nos conmueve, hay muertes dramáticas como ésta y tragedias como el terremoto de Haití. La de la «Marcha fúnebre» de Chopin, pertenece a la descripción artística hermosa de una muerte que acecha íntima pero inexorablemente, tuvo y contuvo en la interpretación de Zimerman la gravedad de la inexorabilidad del destino. La potencia ejecutora de un Zimerman en cuanto al dominio de la creciente tensión o el poder para hacer el «diminuendo» sonoro final al mismo tiempo que restaba intensidad al ya ennegrecido timbre sonoro resultó ciertamente magistral. Y aplaudido. El Scherzo final de frenético virtuosismo sirve para acallar el alma más desconsolada. La Barcarola transcurrió al mismo estratosférico nivel.

En la «Sonata N.º 3» recobramos la forma, aunque siempre con esa aparente espontaneidad de la que hace gala, en la que la repetición de un tema nunca es literal, como él mismo dice «se puede tocar Chopin como una improvisación, como si uno mismo fuese el compositor», y en las manos de Zimerman fue de ensoñadora belleza, frescura y potencia pianística, en la parte compositiva, en la pianística e, insistimos, en la exquisita imagen sonora.

Zimerman, pletórico, parecía estar de buen humor, incluso algún guiño al público fue la prueba de que este momento mágico no podía ser interrumpido por dos vulgares móviles y una ordinaria e insistente tos huérfana del recurso de taparse convenientemente la boca. El «Vals en la bemol Op. 69 N.º 1», «Vals del adiós», fue, obviamente, la despedida. Si, al parecer, en 2011 cogerá un año sabático, por favor, no falte al año siguiente en el 20.º aniversario de las Jornadas Internacionales de Piano «Luis Iberni». Sin su Chopin no estarían completas.