Esperado concierto por la presencia, de nuevo, de un reputado director como Janowski, con una dilatada y brillante trayectoria internacional, en la que ha dirigido las más renombradas orquestas. También por la ocasión de disfrutar en primicia de la versión en concierto de una auténtica joya operística como es el primer acto de «La valquiria» -además de una «Muerte y transfiguración» para el puro deleite sinfónico-, y, cómo no, por contar para su interpretación con un fantástico trío vocal y una soberbia y nutrida orquesta sinfónica. Espectáculo servido.

De entrada, una «Muerte y transfiguración», poema sinfónico op. 24 de Strauss que, dependiendo del nivel de aproximación a la obra y del grado de concentración que consigamos, puede deparar enormes dosis de disfrute en la ensoñación entre la agonía y la liberación descritas. Richard Strauss es una piedra angular para la orquesta, además de una fuente inagotable de nobles y grandiosos recursos orquestales, pero, ojo, equilibrados en su transparencia -más aún que en sus dramas líricos de fuego y sangre-, o no será la música del autor de uno de los principales tratados de orquestación. Es una de las caras de un compositor que no renunció a la coherencia, pero tampoco a la evolución, y al que algunos reprocharon -¿a cuál de los Strauss que conocemos?- hacer una música de tan imponente impacto sobre el auditorio -algunas de sus obras llegaron a prohibirse en Inglaterra- como poco duradera en su efecto. También así hay amores.

En el peor de los casos, no tememos al deleite de lo que fluye y no permanece, y este concierto pareció darle la razón a este, casi desaparecido, círculo de opinión. Efectivamente, al lado del primer acto de «La valquiria», el intenso aroma del Strauss pareció esfumarse pronto. Para una misma sesión son drogas con efectos contrarios, y la experimentada batuta no ayudó, en esta ocasión, a disfrutar de sus efectos por separado. Fue una sonoridad expansiva, de grandes dimensiones, muchas veces en exceso. Quizás la edad, que no el oficio, que por descontado tiene, impida a Janowski implicarse con la energía y la sinergia necesarias en su cometido. Con una dirección nada detallista, en la que podría haber control, si no sobre lo que se hace, sí sobre lo que no conviene hacer, poco comunicativa y, creemos, carente del encanto para hacerse el centro controlador de un imponente instrumento como puede ser una orquesta así.

La obertura de «La valquiria» no hizo más que confirmar estas apreciaciones. Ver dirigir a un Baremboim -al alcance de la mano en Youtube- los mismos primeros compases para saber de qué hablamos, la impronta dinámica y la pulsación -y la micropulsación-, en la mano derecha, el resto de expresión en la izquierda, entre ambas el control absoluto y la electricidad y la respuesta sonora en el aire. Así, el resultado musical, a ojos cerrados, resultó de una antiwagneriana moderación.

A partir de ahí, a las puertas de otro mundo -ni siendo wagneriano ni dejando de serlo se puede ignorar la belleza de esta música-, el espectáculo empezó a emerger gracias, y a pesar, de las fuerzas de sus efectivos: un director de oficio, una fantástica orquesta de asentados atriles y un trío cantante plenamente adecuado para transcribir la hermosura insondable de un Wagner de amor, sangre y fuego. Todo casi perfecto.

El casi es la falta, una vez más, de respeto hacia la voz humana como instrumento diferenciado. Un magnífico, lacónico en su papel pero magnífico bajo, Martin Snell, no tuvo problemas en mostrarse en plenitud e intensidad vocal desde un rincón del escenario que también le serviría de especie de caja acústica. Pero la pareja de incestuosos amantes encarnada por Ricarda Merbeth y Robert Dean Smith sufrieron de lo lindo en la dramatización del rol y en cómo vérselas y deseárselas para imponerse a los fortísimos orquestales.

Ella, en un registro medio y grave al que no pudo entregarse más para dejarse oír sin arriesgar su propio instrumento, de una hermosa contundencia dramática que, cuando pudo, desarrolló penetrante en su trazo melódico. Y un tenor como Dean Martin, que, con una voz tan apta para el papel como tantas veces refinada en su canto, sufrió los efectos del mastodóntico empuje orquestal sin piedad en no pocas las ocasiones. Desgarrador en ambos sentidos. Así y todo, el primer acto de «La valquiria» resultó por sí solo un acontecimiento en el ciclo «Conciertos del Auditorio». Los «bravos» no se hicieron esperar, y no sobró ni uno.