Fue una de esas noches extrañas, de certezas que se quedan a medias, de promesas cumplidas a destiempo, de pertinaz lluvia y encuentros inesperados. Abrieron «Burbujas y Seres Despreciables», uno de los grupos más personales que circulan por Asturias, entre pompas de jabón -previamente repartidas entre el público- y un sonido que no terminó de hacerles justicia. Diluidas las guitarras, con una voz que involuntariamente salía de una caverna de ultratumba, superaron otra de esas lecciones que acabarán por consolidarlos en ese rock que bebe de múltiples fuentes, pero posee el don de lo intransferible, de la personalidad. «Templeton» saltó entre tonos de psicodelia vaporosa, con dos guitarras caldeando la atmósfera varios grados. Algo sucedió entonces, echémosle la culpa a la Luna llena que invadía la ciudad, pues el grupo se vino abajo, preso de una injustificada indolencia. Cuarenta minutos de una abulia que tiraba por tierra algunas canciones dignas de mejor afán y, como por mágico arte lunar, se despertaron de su letargo hasta rematar uno de esos raros conciertos que recuerdan a esas certezas en la alborada tras una impenitente correría nocturna: pudo haber sido muy bonito, pero llega demasiado tarde.
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