La «Mahler Chamber Orchestra» y la violinista Isabelle Faust fueron el lunes intérpretes de auténtica primera fila en un concierto que podríamos haber escuchado en cualquiera de las mejores salas internacionales. Parece una obviedad, pero no por ello debe dejar de decirse. La orquesta es fabulosa. Está formada por jóvenes instrumentistas en posesión de enormes cantidades de energía que muy pronto han tenido la oportunidad trabajar con primeras figuras, empezando por su protector Claudio Abbado. La redondez de su sonido no tiene aristas en su dulzura imaginada, a la que acompaña una dinámica con poderosos fortes e increíbles pianos y reguladores dibujados con absoluta precisión, todo lo cual exploran sin complejos, quizá más allá del estilo o la forma. Su viento madera es una delicia para los oídos. Favoreció también la escucha un tamaño de orquesta que se adapta a la perfección a la hora de exponer detalles complejos e internos de la estructura de la música, adaptándose a una acústica tan peculiar como es la del Auditorio ovetense.

En su presentación la violinista Isabelle Faust, intérprete que podríamos definir de nueva generación, mostró unos poderosos recursos y no se conformó con el camino trillado por otros, más bien aparece comprometida con una visión interpretativa que indaga en las obras más allá de lo estrictamente técnico. Su manejo del arco -un François Tourte, unos de los más codiciados por los instrumentistas de cuerda- combina sonidos tan afilados como cuchillas, que en la proximidad del talón -la parte inferior del arco más cercana a la mano- se convierten en pinceladas de una precisión milimétrica para diseccionar el sonido a su capricho o, por el contrario, lo combina con largos y vaporosos arcos, tenues, transparentes. La sonoridad de su Stradivarius «La bella durmiente» hizo el resto. En las posiciones altas del diapasón del instrumento la eficacia de Isabelle Faust encuentra su hermosa recompensa sonora en una tersura sonora clara y resplandeciente, nada voluptuosa por otra parte. Todo excelencia. En la interpretación del «Concierto para violín» de Brahms no se acomodó a patrones o referencias, y esto no deja de sorprender, en ocasiones buscando una originalidad que en la articulación marcada por el compositor va más allá de lo escrito. Sorprende, gusta o resulta chocante a partes iguales. Dinámicas extremas, ejecución siempre primorosa y virtuosística, quizá con poco espacio para la cesura -sutiles pausas interpretativas no escritas en la partitura-, y en la que en las melodías más interiorizadas faltó, si acaso, y si nos dejamos arrastrar por la parte más conservadora de nuestra memoria sonora del concierto, una entrega melódica más pasional en su trazo.

La interpretación musical no es algo pétreo, ni lo será en el futuro, por eso nunca se dejarán de explorar las posibilidades que ofrece la música escrita en una partitura. Enlazamos así con la «Heróica» de Beethoven. La orquesta, también en posición «vienesa», como en el anterior concierto, toca con flautas de madera, trompetas naturales -sin pistones-, buscando esa sonoridad de época tan codiciada en la fidelidad estilística, pero añade una riqueza dinámica y tímbrica más propia de un segundo romanticismo o incluso posromanticismo. Todo diestro, delicado, excelente. Brahms sonando como Mahler, Beethoven como Brahms -¿Bach en la cuadratura de Strauss?-, o lo que se nos antoje para enriquecer la música, el fenómeno musical y el culto al sonido. Casi todas las posibilidades sonoras se cultivarán, aunque cada vez el cerco se estrecha más.

Pero ¿hace verdaderamente falta añadir tanto salazón a Beethoven? Ahí es donde interviene el director. A Daniel Harding no le sobran cualidades -ha llegado muy lejos a su corta edad directorial y llegará a más-, pero sí ruidos guturales en plena interpretación. Tendrá que encontrar una gestualidad propia, más orgánica en su elegancia.

El comienzo del Brahms fue el de Baremboin, y después fue más Abbado, también en el Beethoven y en su forma de sobrevolar la estrechez de la escritura de los compases. Lo cierto es que en función de lo escuchado, el resultado logrado por Harding es extraordinario en su calidad sonora, pero las misma ideas, repetidas, al final causan cierta monotonía. Ante la insistencia en el pulido de la belleza sonora, la «Marcha fúnebre» de la «Heróica» sucumbió, no se sostuvo y cedió. La marcha está escrita en compás de dos partes y llevarla a cuatro en lentitud heredada de Karajan la desvirtúa, no tanto por el tempo como por su quietud pasmosa. «La belleza será comestible o no será», sentenció la genialidad daliniana. Cada cual que pase el chuletón a su gusto, pero muy hecho, como suela de zapato, seguramente lo estropearemos.