Programa convencional, más que conservador, para escuchar una orquesta que ha sido poco convencional en su gestación y planteamiento artístico. Nada que objetar a la obertura de «Las Hébridas» y al «Sueño de una noche de verano» de Mendelssohn, o al «Concierto de Aranjuez» de Rodrigo, pero juntas en un ciclo que quiere tener un carácter digno de celebración en cada una de sus propuestas no aportan demasiado. La interpretación en la parte orquestal gozó de una calidad casi siempre altísima. Con una orquesta de una solidez incuestionable y un director de la talla de Marriner, experimentado, detallista y eficaz, limpio en una tarea directorial, sin las frecuentes ansiedades juveniles tan en boga por mostrar una supuesta genialidad. Añadamos una guitarra solista de primera línea para el célebre «Concierto de Aranjuez», impecable en su cometido, de digitación transparente, precisa, ritmo interiorizado y cuidadoso al límite en un fraseo que despide redondez y hondura; además de dos sopranos y un coro que cumplieron en su parcial intervención dentro de «El sueño de una noche de verano» -la parte femenina del Coro de la Fundación Príncipe de Asturias, que dirige José Esteban García, no tuvo dificultad en su cometido, y discretísimas Elena Copons y Marta Matéu.

Hay que sumar un experimentado narrador, Jordi Dauder, de entonación teatral comunicativa, fluida y dicción clara con algunas aportaciones a la catalana: «cantat», «bailat», «marchat», «glorificat»... «El sueño de una noche de verano» estuvo aderezado con sombras alternativamente proyectadas sobre el fondo del escenario, de ramas entrelazadas, sintéticos pétalos o arcos gotizantes. Sutil, y algo ingenua, aportación escenográfica para acompañar una música incidental bien interpretada y de agradable escucha.

No podemos dejar de mencionar otro aspecto. Con una formación de la calidad de esta orquesta y con la libertad con la que se autogestiona, muchas cosas están a su alcance y podría haber arriesgado más en una gira y en un ciclo de conciertos como el del Auditorio de Oviedo, que en ocasiones presta más atención a la calidad de los intérpretes y menos a la música que se difunde en ellos. He reivindicado la figura de Joaquín Rodrigo en su momento. Hubo un tiempo en el que tocaba clamar por el hueco y la estética de una música española contemporánea que no tenía cabida frente a la postura «oficial» imperante, de la que Rodrigo parecía su máximo representante. Otro en el que no se podía culpar a Rodrigo de haber compuesto la obra española más conocida en el mundo y de haber vendido más discos de ésta que Beethoven de sus sinfonías. Superadas barreras y prejuicios, no hay en esta música sentimientos con los que me sienta identificado y emocionado, y el contrapunto con la música incidental del Mendelssohn no aportó al concierto el pulso de la pasión. A qué abismal distancia de un recital como el de Zimmerman, en el que no hubo asistente que no saliera extasiado ante esta auténtica divinidad pianística, que lejos, también, de lo que fluye al escuchar el «Concierto para violín» de Brahms por buenos intérpretes o, incluso, la interpretación de una «Titán» por una magnífica orquesta, por recordar conciertos recientes.

De conciertos así sale el público más encantado de lo que entra, y de otros como éste, con una agradable indiferencia. Pero Oviedo no estará nunca entre las ciudades de élite en la programación de música clásica si continúa dejando de lado el contenido de la música que programa. Las últimas tendencias del sinfonismo de los últimos cincuenta años de muchos compositores aún vivos de prestigio internacional -algunas verdaderamente impactantes- aquí son absolutamente desconocidas. La brecha será cada vez más difícil de llenar. En la difusión de la música clásica entre los jóvenes la línea marcada es peor. Tiramos con facilidad de música de más de cien años, con adaptaciones pésimas o trasnochadas. Estas Navidades hemos asistido a «Música clásica», de Chapí, y al «Retablo de Maese Pedro», de Manuel de Falla. En la primera los textos debían haberse actualizado. Entre lo cursi y lo casposo. Por cierto, el grueso de la música es de Mendelssohn, literal, ¿a quién irán los derechos de autor? En el segundo, a la soprano protagonista no se le entendía ni una palabra, y había tres planos escenográficos, lo justo para iniciar a los más jóvenes. A algunos de los más pequeños -yo fui escoltando a seis- los asustaron las enormes marionetas de varios metros, ¿sería por el increíble parecido entre el Quijote y Fidel Castro? Por cierto, este mismo espectáculo ha tenido mucho éxito recientemente en el extranjero. ¿Será que estos niños no entienden la parte que no se entiende, que su capacidad abstracta para seguir un discurso argumental en tres planos es superior y, además, están más familiarizados que nosotros con el rostro de Cervantes?