Funcionó el efecto Bartoli. Lleno hasta la bandera en el Auditorio, porque el público ovetense no ha querido perderse a la mezzo que en estos momentos asombra al mundo. Cuando en su célebre recital en el Teatro Real alcanzó un éxito sin precedentes, ya que ningún otro espectáculo -y es mucho decir- presentado en el teatro desde su reforma vibró en aplausos como en el suyo, su proeza se extendió como la espuma, y algo así no lo justifica sólo el marketing. El de la Bartoli es muy bueno, hay un trasfondo tipo «el mayor espectáculo vocal del momento», siendo además la cantante de ópera que más discos vende, por algo será, y en Oviedo lo demostró nota a nota durante más de dos horas. Bartoli fue un derroche de entrega vocal, energía interpretativa, capacidad técnica sin límite, empatía y simpatía. De hecho, este rol fue algo más que un guiño. Su buen humor no es sólo simpatía, es un signo de inteligencia. Entrada triunfal en rojo y negro, capa al viento incluida, en una vestimenta que fue aligerando según caminaba el recital, y cuando ya no podía avanzar más por esa línea sorprendió con una especie de enorme tul rojo colocado, casi de cualquier manera, alrededor de la cintura, un qué sé yo de enormes plumas rojas en la cabeza que al final arrojó al irse como las últimas notas que, materializadas, no tuvieron ocasión de salir de su garganta. El no va más de arte y un ¡ahí queda eso! Efectivamente, Bartoli sabe que lo que hace es una proeza -nadie lo hace igual-, que tiene mucho de espectáculo -no sólo- y que para recrear vocalmente el mundo de los capones hay que ponerle, además de excelencia, una pizca de gracia. Si se está sobrada, como en su caso, la admiración, entonces, brota, y, ojo, no sólo asombra en la coloratura, también en las arias conmovedoras su voz es de bellísimo canto. Aunque lo obvio no se dejó esperar, interminables y frenéticas agilidades, y un fiato que quita el aliento al aire en unos filados de inigualable belleza. Pero Bartoli sabe que está recreando un mundo que se ha ido, que ella no es un castrado y que, a pesar de todo, sólo puede -como nadie, eso sí- acercarnos al mundo de los cantores capones. Sabe que la imaginamos a ella, sublime como ha estado, pero con la capacidad torácica y la potencia de un hombre, para hacernos una idea del portento que la voz del castrado supuso para el espectáculo operístico. Bartoli lo tiene todo, a pesar de no tener una voz grande, ni un timbre diríamos «bonito». Aquí cabría hablar de su «mordiente» vocal, o sea, de su capacidad tímbrica para llenar el espacio independientemente del volumen sonoro, que lo tiene pero necesariamente limitado, ya que en un castrado la más frenética coloratura hacia el agudo aún culminaría con una abertura tímbrica y sonora que arrastraría al oyente inevitablemente al paroxismo.

Un par de conclusiones. La primera es que la voz tiene un impacto -cuando de su máxima expresión hablamos- que ningún otro instrumento ni conjunto de instrumentos parece igualar. La otra es que el éxito de una voz no depende de la belleza de su timbre -no hablamos de timbres desagradable, que también los hay- y que gusta la voz que se diferencia.

Bartoli diseñó este recital y el disco en el que homenajea a los castrados alrededor principalmente de la figura de Porpora, pero este racimo de autores seleccionados no alcanza la gloria de un Haendel o un Vivaldi, lo cual nos lleva a pensar que, no éste, pero sí otro recital de la Bartoli con un programa seleccionado de otra manera aún aumentaría la capacidad de disfrute, también en la parte instrumental. Cuando ya en la propina sonó Haendel, hasta el color de la orquesta cambio. La orquesta lució más en la calidad de los solos, las trompas naturales, las flautas o los oboes -todos soberbios-, que en su conjunto. Personalmente no me agradó su «mordiente», le faltó «aireación» al sonido y, sobre todo, en las partes rápidas no alcanzó milimétrica precisión -como poco había una inmensa diferencias entre la concertino y, por ejemplo, la apatía de la última violín segundo-. Pienso que un buen director cumple una función para equilibrar no pocas cuestiones en la interpretación en vivo y que una buena concertino, como en este caso, no siempre puede abarcarlo todo. Pero la atención se centró en una Bartoli inmensa, que alcanzó la apoteosis con todo el público puesto en pie. Si el recital hubiese sido en el Campoamor, todavía la medida de su voz habría tenido un mejor y más bello marco.