Nadie escribía como él, según la compleja retórica eclesiástica de trazas decimonónicas, quizá porque ya nadie dominaba el arte de ese hondo pensamiento, heredero de la clásica escolástica medieval, renovada al menos dos veces, por Suárez, en los tiempos del vendaval de la reforma, y por nuestro fray Ceferino, cuando los huracanes del modernismo soplaban con toda su fuerza.

Es más, como empujado por el destino, protagonizó desde la Catedral de Oviedo que capitaneaba un juego de tensiones entre el cabildo y la mitra como en los mejores tiempos de las regalías o, mejor y más atrás, de los conflictos jurisdiccionales internos a las instituciones de la Iglesia.

Quiero decir que don Rafael Somoano Berdasco -así, con nombre y dos apellidos, como solía citárselo- tenía la solidez de las piedras del Sueve que lo vieron nacer y no hay que ser un experto fisonomista para leer en su rostro las marcas de un carácter sin fisuras.

En la hora de la muerte de don Rafael seguro que salen comentaristas de tabla diciendo que era entrañable, entregado a los demás y comprometido con su tiempo. Sin duda, pero lo importante es subrayar su carácter firme y pagado del honor de Dios, no exento de afabilidad y sentido mediático.

Procede recordar que uno de sus hermanos, también sacerdote, estrecho colaborador de San Josemaría Escrivá de Balaguer, murió en el Madrid de la II República, quizás envenenado.