Las apariencias engañan. Un escenario bucólico. Suelos mullidos, árboles amistosos, cantos de pájaros felices. Una familia dichosa. En paz. ¿En paz? Y un cuerno. La bestia de la guerra ya duerme en su escondrijo pero sus zarpazos siempre están al acecho. Donde menos te lo esperas, cuando menos te desesperas. Una familia va de picnic sin saber que se mete en terreno minado. Las huellas del horror indican el camino de vuelta al espanto. Un paso en falso y un destino alambrado puede saltar en pedazos. Un clic amenazador: ¿he pisado una mina que explotará en cuanto retire la presión? Y el corto se llena de largos recorridos emocionales alrededor de una madre abrazada a su bebé, observada por ojos inocentes de otro hijo, inocentes y aterrorizados, antes de que se amase el más horrendo de los destinos. Con sorpresa incluida. Devastadora sorpresa.

Picnic no titubea en su preciso y contundente ejercicio de crueldad. Sin aspavientos ni concesiones que hagan más dulce el trago al espectador: hay que reflejar el dolor, el miedo y la angustia, y lo hace con un ritmo que, más que punzar el suspense a la manera de los episodios comprimidos del Hitchcock televisivo, opta por crear una atmósfera envolvente en la que el bosque se convierte en un personaje más, dando más importancia a la intensidad que a la tensión. Sin alharacas de montaje ni trampas en el juego de planos, Gerardo Herrero teje una telaraña de emociones extremas en un espacio abierto de miradas cerradas. Las ramas que arañan la pantalla, los pinchos oxidados que anuncian la malaventura, el llanto de un niño hambriento, los ojos cautivos de la impotencia y el terror, los cuerpos congelados como árboles malheridos, la nana cantada con labios resecos, las fauces que babean rabia, la niebla que presagia tinieblas, las tinieblas que invocan el sueño, el sueño que? La pesadilla. Que nunca acabará ya. Nunca.

La guerra lo cambió todo, explica una voz en off, que no estorba aunque tampoco se echaría en falta: el paraíso de la infancia se transforma en un infierno con diabólico zarpazo final. La vida rota como un cristal que engaña con su lamento burlón. La guerra nunca muere: sus consecuencias aguardan en cualquier lugar para destruir con efecto retardado. La espoleta jamás abandona su función. Herrero lleva su propuesta al límite y el resultado, de formas impecables y fondo implacable, anuncia la irrupción de un cineasta al que seguir los planos.