Diego Santos fue, sin duda, un digno representante de aquellas primeras generaciones de catedráticos de instituto que iniciaron su labor educativa en la posguerra y que unían a un profundo conocimiento de su disciplina unas excelentes cualidades pedagógicas y que, incluso, muchos de ellos, como fue su caso, desarrollaron con gran mérito y un gran sacrificio -únicamente compensado por su propia satisfacción intelectual- la investigación. Como profesor, no sólo fue excelente helenista que formó en la lengua de Homero a muchas generaciones de ovetenses no sólo en la Enseñanza Media, sino también en los primeros cursos de la Universidad, sino, además, un buen pedagogo, como constatamos aquellos que tuvimos el honor de compartir claustro con él en el Alfonso II. Como profesor universitario enseñó en nuestra Universidad, además de la lengua griega, esa difícil y compleja disciplina que es la epigrafía.

Como historiador fue uno de los más profundos conocedores de la historia antigua del noroeste de España a través de las fuentes epigráficas y numismáticas. Autor de cuatro libros y numerosos artículos en revistas de su especialidad sobre el mundo romano y sus relaciones con los pueblos prerromanos y la etapa visigoda en el ámbito del noroeste hispano. Sus conocimientos en ese campo tuvieron difusión nacional como ocurrió con su «Epigrafía romana de Asturias», que, publicado en 1959, tuvo que ser reeditado por haberse agotado en 1985. Investigador infatigable y de gran rigor, su jubilación no le impidió seguir trabajando casi hasta el final de su vida. A pesar de ser una persona de gran discreción y modestia, que huía de cualquier distinción, sus méritos tuvieron, al menos, cierto y justo reconocimiento, como ser elegido en 1994 académico correspondiente de la Real Academia de la Historia, y el RIDEA le dedicó este mismo año un merecido homenaje con motivo de la publicación de un libro, «El Conventus Asturum y anotaciones al noroeste hispano», que recoge una selección de sus artículos dispersos.

Nos unimos a su esposa e hijos (entre ellos, a nuestro amigo y compañero de tantos años Francisco Diego Llaca, director del Alfonso II) como al resto de la familia en su dolor, a la vez que queremos dejar constancia de nuestra gratitud y reconocimiento a don Francisco por su coherencia de vida y su inestimable labor en pro de la enseñanza y la cultura.