David ORIHUELA

«Estaba muy deteriorado». Es algo en lo que coinciden todos los vecinos de Ciudad Naranco que conocían a Faustino Ania Fervienza, el hombre que el lunes apareció muerto en su casa de la calle Augusto Junquera entre montones de basura. Faustino Ania había perdido a un hijo, arrollado por un tren en 1996. El niño, Iván, tenía 13 años. Desde entonces todo fue a peor.

Desde el edificio de enfrente, a la misma altura del quinto piso en el que vivía Tino, como le conocían en el barrio, aún ayer por la mañana se percibía el hedor y se veían los montones de ropa y restos de comida que ocupaban toda la vivienda.

Una comerciante de la zona conocía a Tino desde hace décadas, «incluso le ayudé por caridad hace tiempo», pero acabaron discutiendo cuando el hombre se puso violento tras una riña familiar. Ayer ataba cabos: «La última vez que le vi fue el lunes de la semana pasada». La Policía encontró el cuerpo en descomposición. Nadie sabe con certeza cuánto tiempo llevaba el hombre muerto en su casa. «Yo hace quince días que veo encendida la luz del baño a todas horas y llegué a pensar que le había pasado algo a este hombre», relataba Lucía Gaitero, vecina del portal de enfrente. En lunes por la mañana cuando su marido, David Vena, abrió la ventana de su bajo cubierta para ventilar la habitación la casa se les llenó de moscas. Los Bomberos que entraron a sacar el cuerpo sin vida de Tino Ania habían abierto las ventanas del piso de la víctima.

La noticia de la muerte de un hombre tan conocido en el barrio causó pena, pero no sorprendió a nadie. Tino Ania llevaba años en decadencia. Un tren arrolló a su hijo en 1996 y también se llevó por delante la vida del hombre.

En Ciudad Naranco todos le conocían. No era violento, no había causado problemas, pero nada tenía que ver con aquel hombre de hace años. «No se lavaba desde hacía años», lamentaban los vecinos. Sabían que tenía una perrita, «pero desde hace un año y medio no la sacaba de casa». Tino frecuentaba todos los bares del barrio, aunque en ocasiones «le echaban porque olía mal, hasta se meaba encima», dicen con compasión los que le veían casi a diario, «aunque últimamente salía muy poco». Pese a que bebía demasiado, nunca había tenido broncas de importancia con nadie, más allá de discusiones con su mujer en la calle, antes de que ella se fuera a vivir al Sur, que le reprendía por beber. Era un buen tipo que no pudo con la vida sin su hijo, es la conclusión de los que le conocían. «Pero no se dejaba ayudar, se había aislado, no hablaba con nadie y ni siquiera cogía el teléfono», aseguran.

Las cosas habían ido de mal en peor y con 59 años Tino ya no mantenía ningún tipo de relación con nadie, ni familia, ni vecinos ni amigos. No sacaba la basura, la acumulaba en casa y no se aseaba.

Todos conocían su historia, la de la muerte del pequeño Iván. Tino siempre vivió en la misma casa, que primero fue de su padre, ya fallecido. Primero con su esposa y luego con una segunda mujer, con la que no llegó a contraer matrimonio y que era la madre del niño fallecido. Una mujer que hizo lo que pudo, que tiró por aquel hombre hasta que vio que su vida también se iba con él y emprendió viaje. Ayer Tino Ania fue incinerado y por fin descansó.