Andan los pocos cazatalentos que aún sobreviven en una industria a la deriva buscando nuevos talentos y se pierden y se retratan, en su estupidez, ante joyas como las que la Calleja, vía Fon, tuvo el lujo de otorgarnos. Santi Campos es uno de esos creadores ante los que la reverencia se queda corta, ya desde los noventa con «Malconsejo», pero que ha alcanzado ese status (¿madurez?) donde cada cosa que cante -y sus letras imponen un análisis- se vierte como una lección. Lección de vida, de supervivencia, de creencia, en que cada momento va a llegar hasta lo más profundo del ser. Quizá se perdió algo en el revoltijo de los noventa, pero saber que Santi Campos y ese lujo de secuaces (Charlie y compañía, músicos de tantas y tan buenas bandas) permanecen ahí, engarzando canciones para envidia de los tontos nostálgicos de los ochenta, es toda una satisfacción. Y un concierto como éste no ya es lujo, es uno de los mejores del año. Abrió Alberto, quien tuvo el lujo de ver cómo el propio Santi Campos ejercía de «roadie» cambiándole una cuerda rota, y su regreso merecerá un aparte que, sin duda, le dedicaremos.