Se inició una nueva temporada de ópera y lo hizo con el teatro Campoamor a medias en el proceso de su reforma de sala, iniciativa con luces y sombras, alguna de estas últimas, un tanto inquietantes. A la espera de la reposición del cortinaje de los palcos, lo que sí se apreció fue una nueva iluminación de sala en la que los errores son de bulto, que estuvo en boca de numerosos aficionados en la noche del estreno. Un fallo es esencial. Se han eliminado las lámparas y apliques de las barandillas de los diferentes pisos. Quien lo decidió no sabe que se trata de un elemento clave en los teatros de herradura a la italiana como es el Campoamor. Su función es algo más que estética. Se emplean en los cambios de acto, también en los recitales. La idea se le debió ocurrir al que asó la manteca. Esperemos que el alcalde, Gabino de Lorenzo, que ya paró la absurda iniciativa de eliminar las plateas, tome cartas en el asunto. Además, incluso podrían cambiarse por otros de mayor calidad, dados los sobrantes presupuestarios de todos los cambios que no se han ejecutado (plateas, mármoles, restauración de puertas, etcétera) del proyecto original. Lo que de momento no tiene arreglo es la nueva «policromía» de la sala, única en el mundo. Muy pintados los diferentes pisos, mientras que la boca del escenario -lo que más ve el público- y el techo permanecen con la pátina de más de dos décadas de suciedad. Como decían unos vecinos míos de butaca, «una chapuza de las gordas». ¡A ver si el verano que viene se puede dar una mano de pintura para homogeneizar la sala! Entre los aciertos, las restauradas butacas del patio o los nuevos servicios higiénicos merecen destacarse.

Una vez analizada por alto la obra en curso conviene sumergirnos de lleno en la vorágine creativa de Claudio Monteverdi, en la pasión ardiente de una obra magistral, «L'incoronazione di Poppea» en la que, junto a su libretista, Giovanni Francesco Busenello, destripa con fino bisturí ese binomio eterno que entrevera sexo y poder y de tanta actualidad en nuestros días. Para ello la Ópera de Oviedo apostó con acierto por realizar una nueva producción -junto a otros tres teatros españoles-, liderada por Emilio Sagi, que a su equipo artístico de siempre incorporó a una de las grandes personalidades del diseño internacional, la arquitecta ovetense Patricia Urquiola. En un trabajo de las características de «Poppea» el bloque de conjunto es lo que importa. Y aquí la conjunción escena-foso-reparto fue soberbia. O lo que es lo mismo, de teatro de primera (señores políticos, tomen nota, por favor, ahora que están elaborando los Presupuestos del próximo año). Tienen un valor añadido la atención y el interés con el que el público siguió la velada -la música del primer Barroco aún es infrecuente en nuestros escenarios y por eso puede tener una dificultad añadida en el espectador medio-. Rompe muchos topicazos sobre un público maduro que lleva décadas demostrando su reacción entusiasta cuando sobre el escenario se le ofrece calidad.

Sagi reinventa la obra, lleva la acción a la contemporaneidad y lo hace, precisamente, para reivindicar con más fuerza el espíritu original de la misma. No necesita cargar las tintas en ningún momento. Todo lo contrario, construye la historia de manera libertaria y da las claves sin necesidad de abigarrar el movimiento escénico, error en el que muchos caen en este repertorio. La limpieza de la dramaturgia permite al espectador «leer» la obra con fluidez. Los códigos del director de escena asturiano son certeros en la construcción de cada personaje y en un diseño global coherente de principio a fin, lleno de detalles que convierten su acercamiento en una filigrana de talento. Está en un momento creativo magnífico que se deja ver a través de una inventiva constante que le lleva a dejar que la música y el canto sean protagonistas a los que la escena impulsa con un latido estético verdaderamente admirable. Encuentra aquí Emilio Sagi un punto de equilibrio genial, entre la voracidad procaz de la trama, los guiños cómicos y el uso de los símbolos de manera sutil desde que se alza el telón. Hay detalles sensacionales, como ese arranque con las diosas en el spa, entre masajes y drenajes linfáticos, en el que Fortuna y Amor triscan en plena lozanía, mientras que Virtud no puede estar más tullida. A partir de ahí mana el corazón del drama con ese fantástico Nerón, ebrio, desmesurado y patético; la doliente Ottavia, el aguerrido Ottone, el pétreo Séneca, la agitada Drusilla y, por encima de todos, la sensual, altiva y calculadora Poppea. Ha empujado Emilio Sagi al mundo de la ópera a Patricia Urquiola. Esperemos que sea una senda que la diseñadora y arquitecta vuelva a recorrer entre sus múltiples afanes. Urquiola construye el mundo de Nerón y Poppea sobre una plataforma que es casi un palafito, una especie de cárcel en claroscuro en la que hermosas celosías sirven de telón de fondo y en la que cada detalle está pensado con minuciosidad y el ingenio de quien es una de las grandes en su ámbito. La mesa del palacio del emperador, la alfombra de doble cara, las sillas, la calavera en la escena de la muerte de Séneca, el trono-silla Pavo Real, el jardín simbólico, ¡la chimenea! Cada elemento es una tesela en un mosaico conceptual preciosista y de sobriedad meridiana. La escenografía se ve potenciada por una iluminación cuidada y muy sofisticada, en uno de los mejores trabajos de Eduardo Bravo, y por un vestuario de rasgos pop y pulso vital majestuoso de Pepa Ojanguren que transita entre lo atrabiliario (David La Chapelle) y los toques de alta costura (Balenciaga como referencia), en una búsqueda afortunada que potencia la caracterización de cada personaje. Los mitones de brillantes a lo Lagerfeld que lleva Nerón son un mecanismo descriptivo de la mayor eficacia, y pinceladas ingeniosas como ésta se cuentan por decenas.

Otro acierto se suma al estreno. Por fin hemos podido escuchar en el Campoamor una obra cumbre del período Barroco con el empleo de instrumentación original, «comme il faut». Y además, con una formación asturiana que está creciendo artísticamente de manera arrolladora, «Forma Antiqva», liderada por los hermanos Zapico, que revalidó su alto nivel con una interpretación segura y solvente, técnicamente impecable, sumando, además, pasión creativa y ganas. Al frente de ellos, ese estupendo clavecinista y director que es Kenneth Weiss. A él se debe atribuir el llevar a buen puerto una versión con mordiente expresivo y garra dramática, de fabulosa solvencia arropando a los cantantes y de enorme plasticidad en las texturas musicales de la obra. Una delicia su trabajo.

Como enunciaba al inicio, la clave de que un título de estas características funcione está en que el reparto mantenga homogeneidad. Ésta fue la principal característica del que nos ocupa. Se pueden poner reparos estilísticos a algunos intérpretes y algún patinazo en papeles característicos, pero en líneas generales todos empujaron la obra con dignidad y aplomo. Sobre todos reinó con brío y fiereza Sabina Puértolas. Con paso firme, e inteligencia en el desarrollo de su carrera, la soprano española se está convirtiendo en una estrella internacional. Su Poppea, trabajada al detalle, tuvo pasajes volcánicos, de intensidad abrasadora. Vocalmente se percibe en su perfección estilística el trabajo con maestros del repertorio barroco como Alan Curtis o, especialmente, Christophe Rousset. De principio a fin exhibe un control absoluto del personaje, lo moldea con naturalidad cautivadora. A su lado el Nerón de Max Emanuel Cencic no se queda atrás. Quizá, en primer término, su aproximación al personaje sea un tanto fría, pero su capacidad para contar la locura y el desbordamiento moral del emperador es fastuosa. Cencic es uno de los contratenores de referencia de la actualidad y aquí reivindica su primacía en plenitud. Recrea de manera contundente a Ottavia la mezzo Christianne Stotijn, otra especialista de altos vuelos. Salió indemne de una caída en condiciones en uno de los pasajes clave y su calidad arrancó calurosas ovaciones. Xavier Sabata, contratenor, fue otro de los pilares vocales de la noche. Es una de las voces españolas que más están creciendo internacionalmente. Lógico, derrocha calidad vocal e interpretativa. Felipe Bou cantó un Séneca de libro, rotundo, eficaz, en su línea, impecable, mientras que Elena de la Merced fue una Drusilla notable. Hilarante hasta decir basta la Arnalta de José Manuel Zapata. El tenor granadino es una mina de recursos expresivos. Se ha convertido ya en uno de los tenores españoles más importantes de su generación y, en esta ocasión, su trabajo vocal y escénico deja bien a las claras lo que es un cantante actor en condiciones. Muy bien Javier Abreu como Valleto y Tribuno -impecable su prestación vocal- y sin mayores problemas el resto del elenco -Jon Plazaola, Silvia Beltrami, Olatz Saitua, María José Suárez, siempre eficacísima en escena; Manel Esteve, Antonio Lozano y Marta Ubieta-. Discreto el Coro de Amores de Sonsoles Calero y Vanessa del Riego.

Al final, entre las copiosas ovaciones y bravos al equipo escénico se accionaron varias piernucas al recio oficio del zapateado. Sorprendente. Como no creo que fuese un malestar debido a la calidad del espectáculo, igual teníamos en sala a algún gerifalte de la República de Saló, escandalizado ante las depravadas cuitas de Nerone y Poppea, y no éramos sabedores del honor. ¡Qué tropa!