Como lo contrario a la versión de concierto, «versión de escena» es un concepto que, algo peyorativamente, podríamos empezar a manejar con frecuencia, a tenor de la calidad de los resultados obtenidos no pocas veces en la ópera, una especie de ejercicio voluntarioso de tránsito hacia una excelencia que nunca llega.

El argumento es sencillo, «ya no se puede hacer ópera con cuatro telones colgados como hace treinta años». Hay que aderezar la música, por ejemplo, con una diseñadora de moda o un director de escena que haga guiños al público -o peor, que alguno sobrevalorado y encumbrado campee a sus anchas entre la música-, y únicamente después, «acompañarlo» con música interpretada con, por ejemplo, un liderazgo instrumental de andar por casa y una arbitraria selección de voces, todo ello para no dejar que el teatro total decepcione a los seguidores de esta tendencia en boga. Mientras tanto esperemos, con resignación y con los ojos cerrados, que la selección de solicitadísimos cantantes funcione.

Lo ha dicho el mismo Jacobs, «la ópera está enferma». Pero, cuando lo obvio se manifiesta con la resplandeciente claridad que hemos encontrado en «La finta giardiniera» construida por René Jacobs, sobra casi todo, menos quizá los cuatro telones de fondo para, sencillamente, rematar una interpretación de absoluta primera línea mundial. Lo que hemos escuchado ha sido la ópera de más calidad musical como mínimo de la temporada, e indiscutiblemente, manejando cuatro parámetros musicales básicos, el mejor Mozart operístico escuchado nunca en Oviedo, curiosamente fuera de la temporada operística del Campoamor. Auténticos artistas especializados vienen a hacer lo que aficionados profesionalizados y programadores musicales no son capaces de diseñar.

Si ha habido escepticismo previo sobre la capacidad de unos solistas para «a pelo» transmitir la interpretación escénica, se esfumó una vez iniciada la interpretación. El laconismo gestual fue inversamente proporcional a su eficacia. El entusiasmo al finalizar la interpretación fue generalizado en el Auditorio, porque cuando de verdadera calidad se trata, podríamos aplicar ese eslogan comercial con el que inundan nuestros buzones de «Yo no soy tonto».

La Orquesta Barroca de Friburgo fue un lujo planetario, con una capacidad arrolladora para transcribir en sonidos la vibrante, siempre intensa y expresiva, compleja en la textura musical y eficacísima en el desarrollo dramático escritura mozartiana de una partitura de primera. Esta joya no es tan conocida tal vez porque no carga las tintas en tantos pasajes de inspiración melódica como para hacerla más «popular», y no por la envergadura del discurso musical de un Mozart que se eleva por encima del concepto barroco del sentimiento dotándolo de un equilibrio expresivo que él encumbró.

La concertino fue un líder indiscutible en el seno de la orquesta y esto se nota, vaya si se notó. No hablemos de afinación, o más bien lo contrario como después de salir del Monteverdi ofrecido en el Campoamor esta temporada. Todavía estamos digiriendo maravillados cómo, con «instrumentos originales» que no se han beneficiado de ciertas mejoras técnicas posteriores -por ejemplo al emplear cuerdas de tripa, y no metálicas, que son mucho más inestables-, y sin corregir la afinación de los instrumentos ¡durante más de una hora en cada una de las partes! ésta fue perfecta, lo mismo que la de los instrumentos de viento.

Su capacidad para dibujar todas y cada una de las ricas y efectivas articulaciones empleadas, sencillamente paradigmática en su plasticidad sonora, especialmente en el grueso de la cuerda. También fue modélica la realización del bajo continuo, no sólo hay que tocar las notas -de nuevo el «Monteverdi» del Campoamor-, sino expresarlas con decidida fuerza y valimiento. Sobre esta solidísima base la eficacia vocal, estilística y expresiva de los cantantes hizo el resto en lo referente a la praxis. Una Sunhae Im que ¡además hizo doblete «in extremis» al enfermar la soprano encargada del rol de Sandrina!, espléndida artísticamente en la capacidad para administrar sus recursos vocales; una modélica soprano como Alexandrina Pendatchanska con un registro en el medio-grave de ensueño; una mezzo como Marie-Claude Chappuis de desbordante eficacia vocal, pletórica en la superación de la técnica en beneficio del canto; un Michael Nagy barítono que hizo delicias en cada una de sus intervenciones, con una proyección vocal absolutamente impecable en su mordiente; un Topi Lethipuu en plenitud de eficacia o un Jeffrey Francis que exhibió enorme clase en su canto y aptitudes de actor encandilaron al público que mayoritariamente se mantuvo en sus asientos después de la primera parte, aunque algún abonado de postín a la ópera se escurrió en el descanso.

Todos y cada uno de ellos rompieron con su impecable proyección la barrera vocal que imponen las características acústicas del Auditorio.

La labor de Jacobs fue la de hacer que todos los intérpretes encontraran el espacio para desarrollar una música en la que está dicho casi todo, pero que necesita verdaderos artistas para plasmarla.

Su gestualidad directorial fue, paradójicamente, pobre y sin apenas recursos, pero su labor, su esencial cometido, lo hace en el trabajo previo, prestando atención no tanto al ritmo externo que impone la escritura acartonada en compases y transcrita en figuras musicales, sino en el ritmo interno de la propia música. Su profundo conocimiento del canto sin duda es un elemento indispensable en la brillante carrera musical que ha desarrollado. Su capacidad para conseguir un resultado artístico de la envergadura del que hemos disfrutado ha quedado patente. También en la fluidez interna, que para el deleite de todos llevó música de la mano.