Hace veinte años, una nueva versión de «L'elisir d'amore» de Gaetano Donizetti marcó un punto de inflexión en la larga historia de la ópera de Oviedo. Fue el motor del cambio que impulsó un ciclo que languidecía sobremanera por una gestión bastante torpe, más centrada en vivir de las rentas del pasado que en mirar al futuro. Con las endémicas penurias económicas -¡qué poco ha cambiado esto!-, una nueva directiva decidió que Oviedo merecía una temporada de mayor ambición artística en todos los parámetros del espectáculo operístico, tras años dominados por compañías del este de Europa, reforzadas por algún divo, y de resultados artísticos globales muy discutibles. Emilio Sagi planteó entonces una «pequeña revolución». Trasladó la acción de «L'elisir d'amore» a Llanes y consiguió barrer de golpe el cutrerío escénico que entonces era moneda de cambio común y que ahora resucita con fuerza por otros lares asturianos. Algunos comentarios previos eran tremendos. «¡Qué desvergüenza!», escuché en alguna ilustre garganta escandalizada, «¡vestir a los aldeanos del "Elisir" de porruanos!». Al final, aquella apuesta fue un éxito total y convirtió esta obra en un símbolo de que las cosas se podían y debían hacer de otra manera. El resultado dos décadas después admite pocas discusiones: de la única función de finales de la década de los ochenta se ha pasado a las cinco de la actualidad. Creo que los datos y la realidad en este sentido son tozudos. O sea que ingenuidades, las justas.

Vuelve ahora el «Elisir» y lo hace de la mano de Daniel Slater, autor de la última y desgarradora «Manon Lescaut» que se vio aquí. Slater da un salto en el tiempo y lleva la acción de «Elisir d'amore» a la «costiera amalfitana», a la luz del sur de Italia de veranos radiantes y al burbujeante ambiente de la dolce vita, poblada de «socialités» ociosas, en los albores del turismo de masas, para contar con ingenio y mucha gracia algo verdaderamente grande: una sencilla historia de amor. En sus manos las andanzas de Adina y Nemorino, sus desvelos amorosos con final feliz, adquieren un perfume de musical, con cuidadas coreografías y traza vodevilesca muy bien realizada, aunque con un inicio un tanto titubeante. La visión de Slater de la trama es dinámica y está muy bien expresada en sus diferentes parámetros narrativos. La dramaturgia dibuja bien cada personaje, desde el ingenuo camarero Nemorino, a la astuta y frívola Adina, pasando por el chuleta marinero Belcore o el gracioso timador Dulcamara, capaz de vender sus elixires hasta a las piedras y que para mayor impresión llega y se va por aire, en globo aerostático. Hay multitud de detalles (la carta del restaurante en un muy asturiano menú y una especie de idioma que podríamos denominar «itagnolo», las Vespas, la pose boticelliana para el cuadro y tantos otros) que convierten esta propuesta escénica en una de esas capaces de enganchar no sólo al espectador tradicional, sino también al nuevo público. Al buen concepto general hay que anotar una escenografía y un vestuario muy realistas y de trazo cinematográfico de Robert Innes Hopkins, y una iluminación viva y contrastada de Simon Mills, así como las chispeantes coreografías de Vanessa Gray.

La chispeante versión escénica encontró complicidades en el foso, con el buen trabajo realizado por el joven director musical José Miguel Pérez Sierra, muy apreciado en Oviedo por otros trabajos suyos, tanto en el Auditorio como en el Festival de Zarzuela. Pérez Sierra está realizando una carrera fulgurante y es lógico porque está dotado de un magnífico instinto musical. Un talento que se reafirma en una sólida preparación técnica y un magnífico conocimiento del repertorio lírico. En autores como Rossini o Donizetti se mueve a sus anchas y deja ver sus notables calidades y cualidades. Sabe ajustar perfectamente el foso con los cantantes y, además, redondea versiones con tensión expresiva y perfecta hechura. Llevó la función en un crescendo continuo y sacó partido de «Oviedo Filarmonía» hasta llegar a un tramo final verdaderamente admirable por precisión y también por el resalte de la orquestación donizettiana más allá de los lugares comunes de los que tantas veces se abusa para salir del paso, minusvalorando la calidad musical del compositor italiano. Además de en la orquesta tuvo un aliado formidable en el coro, en su mejor prestación esta temporada, pletórico en cada una de sus intervenciones, tanto en lo vocal como en lo escénico.

A pesar de todo ello, y del gran éxito de público obtenido al final, la velada no acabó por estar totalmente redondeada porque no respondió la totalidad del reparto a las expectativas previas. Quizá la que quedó un tanto atrás fue, precisamente, de la que, a priori, más se debiera esperar. La soprano italiana Patrizia Ciofi debutaba en Oviedo con uno de sus roles emblemáticos y que incluso ha cantado en la Scala de Milán. Sin embargo, esta presentación en el Campoamor quedó algo desvaída. Me explico. Sacó adelante el personaje con corrección, pero faltó ese valor añadido que aporta una estrella del canto. El registro grave se escuchó mate, sin brillo, a lo largo de toda la representación, y ciertas inseguridades fueron constantes en la zona aguda. No tuvo su noche y quizás en siguientes representaciones se pueda apreciar mejor su gran nivel habitual. Quien acabó llevándose la función a su terreno fue Ismael Jordi. Venció la tradicional frialdad del público ovetense de la primera con los tenores en este repertorio -es ésta una cuestión digna de estudio-, pero le costó. Inició sesión con prudencia y, poco a poco, fue a más dosificando con inteligencia para cantar una hermosa «furtiva lágrima» con el justo acento expresivo e intensidad dramática. Jordi está construyendo una carrera de forma pausada, con inteligencia, y el rol de Nemorino es uno de los que mejor definen su realidad actual, su paulatino crecimiento vocal. La prestación actoral de Jordi fue impecable en la incorporación del ingenuo personaje, en su ardor amoroso con un efectivo despliegue de energía. También muy impetuoso, al menos desde el punto de vista interpretativo, resultó el Belcore de Rodion Pogossov. El barítono ruso cantó bien, pero sin aportar demasiado. Vocalmente su contribución fue plana, incluso un pelín hierática y aburrida. Todo lo contrario de Giorgio Surian como el farsante Dulcamara, que, desde su primera salida a escena, se lanzó de lleno a sacar todo el partido posible a un personaje que da muchas posibilidades. Junto a Jordi, Surian logró la intervención más completa de la noche, también sin necesidad de exagerar el papel. Cumplió muy bien, por su parte, como Giannetta la soprano Marta Ubieta. Todos ellos fueron capaces, dentro de la visión general escénica de Slater, de dejar que la comicidad fluyese directamente de la música y del libreto, y sobre ellos construir la historia con energía desbordante de principio a fin, con dosis adecuadas de parodia y alegría. Ese caudal brioso fue el que acabó por persuadir, venciendo una cierta frialdad inicial que acabó en fiesta.

«L'elisir d'amore» puede ser símbolo de un nuevo cambio de rumbo en la ópera ovetense ante el difícil contexto que atraviesa el ciclo y que, de no remediarse, pone en peligro una evolución ascendente que puede verse frenada en seco. ¿Tan difícil será organizar una reunión de instituciones y mecenas para, entre todos, arrimar el hombro y lograr que los cinco títulos previstos lo sean en versión escénica? Estoy seguro de que con una carga repartida, la cantidad a aportar, cada uno en la relación porcentual correspondiente, ha de ser ridícula. ¿A qué espera la directiva actual para ir más allá de las lamentaciones y tomar una iniciativa en este sentido y no resignarse a hacer una versión en concierto de «Norma»?