Leo Nucci (Bolonia, 1942) es puro romanticismo. No sólo al cantar -se ha convertido en una referencia en el repertorio verdiano y verista-, sino al hablar. Muestra la misma pasión cuando se refiere a la ópera. Vital y cercano, Nucci llegó a Asturias junto a su mujer, la soprano Adriana Anelli, un día después de su exitosa «Traviata» en la Deutsche Oper de Berlín. Nucci volvió ayer al Campoamor, después de muchos años, para recibir el galardón al mejor cantante masculino de ópera. La estatuilla premió su actuación en el «Rigoletto» del Teatro Real en 2009, que supuso el primer bis en la historia del Real, y ciertas polémicas con la directora de escena. En su vuelo hacia Asturias, Nucci coincidió con otro premiado, el joven tenor Celso Albelo, con el que comparte su admiración por Alfredo Kraus, quien para Nucci es, sencillamente, «el arte».

-¿Conocía los premios líricos del Campoamor antes de recibir la noticia de su galardón?

-Sí. Cantantes muy famosos ya han sido premiados. Pero yo no soy famoso, en todo caso soy conocido, célebre.

-¿En qué se diferencia?

-El famoso trabaja firmando autógrafos y posando para fotos. Yo canto en los teatros y sobre el escenario, no estoy en una vitrina. Tengo otra visión de la vida y de cómo hacer mi trabajo.

-Regresa al Campoamor, aunque no para cantar, tras 32 años. ¿Invaden los recuerdos?

-Pues sí. Yo empecé mi carrera fuera de Italia, en España: Oviedo, Bilbao, La Coruña? Pasé por muchos teatros españoles en mis comienzos. Volver a cantar en este país, en los últimos cinco o seis años, con este éxito enorme, es especial. El «Macbeth» de Verdi en Barcelona con Muti, el «Nabucco» el año pasado de La Coruña, o mis últimas óperas en Bilbao, Vigo o Madrid. Significa que el público me mantiene en el recuerdo y que el trabajo que he hecho durante todo este tiempo ha funcionado.

-Y sigue en buena forma vocal.

-El secreto es la serenidad, la tranquilidad y el estudio, por supuesto. Pero lo más importante es saber lo que es bueno y lo que es perjudicial para la voz. Y me refiero al repertorio. Yo tengo 69 años y hay barítonos famosos muy jóvenes, pero no de edad intermedia.

-¿Piensa que la carrera de estos últimos no durará mucho?

-Es probable. Todo es por culpa de la rapidez del éxito que se busca hoy día. Y la vida es larga, o por lo menos tiene que serlo. En esta profesión hay que pensar que todo cuenta. La experiencia, los cambios, todo es importante. No sólo hay que estudiar, hay que comprender la idea de nuestro trabajo como cantantes. El glamour de este mundo es sólo una atracción. La profesión no es fácil en absoluto.

-¿Su admiración por Alfredo Kraus responde a esa idea suya de la profesión?

-Alfredo era compañero y también amigo. Con él canté en diversas óperas: «Rigoletto» y la «Traviata» en Barcelona, otro «Rigoletto» antológico de 1987 en Parma que se grabó en vídeo? Mire, yo nunca he imitado a nadie. Soy yo con mis defectos y mis virtudes. Pero hay una cosa en Alfredo que, más que imitar, lo intento: el estilo de su carrera, de presentarse al público, de colocar la frase. De hecho, anoche en Berlín me dijeron que recordaba a Kraus por cómo recibí los aplausos.

-Ha llegado a decir sobre el tenor canario que era «el arte».

-Escuché a Kraus por primera vez en una «Traviata» en 1960 y no lo puedo olvidar. Vi entrar a un joven de gran presencia. Ése era Alfredo. He tenido la suerte de cantar con casi todos los grandes cantantes de ayer y de hoy. Pero mi ideal de ópera era Alfredo Kraus. El resto forman el mundo de la ópera. Kraus era la ópera.

-¿Se ha perdido entonces la pureza del arte lírico?

-La ópera no es un disco ni un vídeo, ni tampoco es música para cantar en un campo de fútbol, sino en un teatro pequeño. Incluso, la Scala de Milán, que es «mi teatro», que adoro, quizá es demasiado grande. La ópera es un arte que conmueve. No es un «business».

-¿Hay esperanza de recuperar el sentido original de este arte?

-El mundo cambia, tiene que cambiar. La tecnología y la inteligencia artificial facilitan la vida, pero hay que tener precaución. Defiendo la sensibilidad. Creo en lo romántico, que siempre está presente con fuerza. Espero que siempre quede una función de ópera en la que una chica vaya con su novio y llore. Como Julia Roberts en «Pretty woman». Pasa por el poder de la música y la voz. Siempre ganan.

-¿Se refiere a esa especie de batalla que existe actualmente entre la música y la escena en la ópera?

-Ahora se le da mucha importancia al director de escena. Pero al final todos hacen lo mismo. En realidad no son tan innovadores. Creo que pronto se volverá a comprender que el teatro, la ópera, es un momento de grandísima libertad, de sueños. Es lo que creo que falta en los jóvenes, la posibilidad de la fantasía. Hay que recuperar la creatividad, que hoy se pierde ya en los niños. Hay que imaginar el mundo.