Con este recital se iniciaron, verdaderamente, las Jornadas de Piano «Luis G. Iberni» en toda regla, con un solista de auténtico relieve internacional, capaz de presentar un programa de envergadura en su ejecución y contenido, de la mano, de nuevo en Oviedo, de toda una figura del piano como Jean-Yves Thibaudet. La apuesta del monográfico «lisztiano» no ha sido baladí, y Thibaudet nos revela un Liszt que, visto en su conjunto, es infrecuente en los escenarios.

Hay una impronta distorsionada con el paso de los años y de la propia imagen de absoluto virtuoso que él mismo intérprete compositor cultivó. Un programa como el escuchado tiene, al menos, que hacernos reflexionar sobre su contradictoria figura, entre el altanero virtuoso -sólo comparable al de su admirado Paganini-, y un Liszt más tendente a la introspección que, más allá de su rasgo dominante de «simple» virtuoso, la huella, tiene voluntad inequívoca de permanencia, el rastro. Así, tras unas «Consolaciones» S. 172 que todavía no rompieron en la propuesta interpretativa de Thibaudet cierto grado de fría pulcritud, nos adentramos en el Liszt/Thibaudet de «Los juegos de agua y la villa d'este», y en un continuo «crescendo» de la primera parte, hasta alcanzar las «Leyendas» S. 175, prodigiosas en las manos del virtuoso francés, donde el grado de redondez y virtuosismo pianístico resultan, como mínimo, admirables para los que escuchan. Nos llamó poderosamente la atención, por ejemplo, su capacidad para el desarrollo melódico en «La predicación de los pájaros» -daría para una tesis bellísima la inspiración que han encontrado muchos compositores a lo largo de la historia de la música con relación al canto de los pájaros, desde la Edad Media al siglo XX-, donde Thibaudet extrajo una sonoridad propia de un instrumento de viento a la melodía pianística como antes no habíamos escuchado.

Amplio, variado y denso contenido sobre la figura de Liszt que nos propuso Thibaudet, también en la «Balada n.º 2 en si menor», o en la más infrecuente en los programas paráfrasis «wagneriana» de la muerte de Isolda y, también, en la «inusitada brillantez» de la Tarantella de «Venecia y Nápoles» con el que concluyó magistral, brillantemente, un recital pletórico en la muestra de su capacidad pianística y una pulcritud técnica extrema al alcance de muy pocos, sin elementos superfluos, en ocasiones de gran ligereza, otras de una contundencia impactante, pero nunca manierista. También por la capacidad de la impronta de Thibaudet de crear un intenso vínculo en la interpretación de un Liszt que como compositor ha pretendido no sólo dejar una simple huella, testimonio fortuito de algo sobre una superficie, sino un rastro, deseo de permanecer. «Puedo esperar» respondió a las denuncias conservadoras, entre otras, de que su música era desordenada. Curiosa la breve propina del mismo Liszt, porque después de meterse entre pecho y espalda un recital como éste, salió con una hoja impresa por una sola cara para su interpretación. Y un Chopin finalmente, también fuera de programa, en el que cambió ligeramente el rictus.