Regreso del maestro Zubin Mehta y, como no podía ser de otra forma, lleno absoluto en el Auditorio para disfrutar de un espectáculo sinfónico de altura. La presencia de uno de los grandes marca diferencias, y la madurez de Mehta es el símbolo de un grito mudo ante parte del delirante mercado musical de la dirección orquestal. Lo es por el largo recorrido de la interiorización musical que atesora como director, por la sencillez del trazo gestual en el que concentra pura eficacia y por su equidistante postura entre la composición y la práctica musical, ya que esa es su función como aglutinador del sonido.

Es un ejemplo de una manera de entender la dirección en las antípodas del director que se cree poseído por la música como una médium lo está de los espíritus que la visitan. La razón de su eficacia deslumbra en su laconismo, con un resultado que multiplica exponencialmente el efecto en dos direcciones, el fluir de la música ejecutada por los instrumentistas y la influencia de su potente personalidad musical sobre el resultado global alcanzado. Un espectáculo a la vista, para los oídos. Esto produjo el efecto esperado en el «Schehezade», op. 35 de Rimski-Korsakov, e igualmente en Stravinski. La última referencia sonora en vivo de «Schehezade» la tenemos de Ashkenazy y la Philharmonia Orchestra en Londres, y de «La consagración de la primavera», también en Londres, con Valery Gergiev. Grandes versiones todas y, sin embargo, muy diferentes.

Opinar sobre aspectos de la praxis interpretativa resulta menos arriesgado, respecto a valores intangibles siempre lo es, por puro subjetivismo. Por ejemplo, el «solo» de violín de «Schehezade», frente a una pulcritud extrema del concertino de nuestra referencia inglesa, no empezó del todo limpio en su uniformidad, aunque se creció en cada una de sus intervenciones siguientes. Del otro lado, la capacidad de Mehta para conseguir una sonoridad limpia y transparente creando una cálida atmósfera que lo envolvía todo fue algo que impregnó el ambiente del concierto. La claridad del sonido exhibido lo fue también al potenciar el relieve de los extremos graves y agudos de la orquesta -lo que siempre aporta diferencias a la escucha, como si cambiamos la posición de unos auriculares-, que se produjo debido a la disposición orquestal «vienesa», separados violines primeros y segundos y los contrabajos detrás de los primeros, principalmente.

Mehta optó por unos tempi en los que no arriesgó ni tuvo cabida la precipitación, también en la contención general, que no particular, de la dinámica, lo que tuvo como resultado global una escucha transparente, dulcificada por la mano maestra del director puesta sobre la orquesta. La calidad de la cuerda y su número pusieron en duda -ocurre con las más grandes y mejores orquestas- la capacidad de la acústica del Auditorio para engullir el cuerpo del timbre de esta sección, lo que tuvo como consecuencia que la música acariciara más cercanamente y de forma más placentera -cuando, como en este caso, se hace con acierto- nuestra sensibilidad auditiva musical. No perdamos de vista que la música es quizás el arte que más cautiva porque directamente entra en contacto al mismo tiempo con cada uno de los oyentes de una forma física. El poder sugestivo de una composición es parte de ese terreno más intangible, opinable y, si se quiere, discutible hasta extremos indeseables. El ejemplo, la misma «Schehezade», obra que personalmente no disfrutamos si no es en una versión como la escuchada, y, sobre todo, «La consagración de la primavera», en cuyo estreno el público acabó literalmente a tortas incluso fuera del teatro entre partidarios y detractores. Mientras Saint-Saens huía despavorido, Debussy y Ravel permanecieron en sus asientos. Otra parte del espectáculo que encantó a su promotor, Diaghilev? Todo menos decir, casi un siglo después de su estreno y con interpretaciones como la escuchada, que es puro brutalismo.

Tangible fue la capacidad de Mehta para extraer en el detalle el contrapunto necesario que equilibra todo el conjunto, y que se nos antoja como una habilidad heredada de su India natal, que encuentran en sutiles efectos ópticos, sutiles matices para la seducción, aplicados aquí a la música. Efectivamente, en las partes más camelísticas de «La consagración» -sacro-pagana «consagración», ¡y política!, añadiríamos- la sonoridad recreada por Mehta fue de una belleza incontestable, en la distancia del plano sonoro y en la calidad del matiz, y fue, al mismo tiempo, el secreto del rito de respeto del público hacia el maestro, porque estábamos pendientes de esos brillos sutiles para la seducción, que hicieron, a su vez, cobrar más relieve, por contraste, a las partes más indómitamente telúricas de la obra. Al revés de lo que haría un joven director «poseído», abrir la caja de Pandora en el estruendo y disfrutar de la bacanal sonora él mismo. Siguió la lección magistral de Mehta.

La parte rítmica, esencial en Stravinski, fluyó porque puso al alcance de los músicos los medios justos y necesarios -en una versión sin estridencias, ni en los tempi ni en las dinámicas-, teniendo como resultado un espectáculo de alquimia sonora. Otra de partes tangibles. Mejor el oboe o el corno inglés que el fagot, mejor el poderío aumentado de los violines que los bajos, mejor la parte expresiva que la extrema pulcritud, especialmente en los ataques monolíticos conjuntos de la orquesta, y mejor esto en Stravinski que en Korsakov. Y para mejor aún, la obertura de «La forza del destino» donde sacaron la parte latina de la concepción artística -¡esto se toca así!-, como italianos que son. El «solo» de flauta de la obertura, absolutamente «de grabación», en su rubato expresivo, en su precisión, en el brillo o en el control del vibrato de cada nota. Una obertura que como propina alcanzó el vuelo de una gran obra de concierto sólo así interpretada. Entre la euforia y el detalle, la referencia tangible e intangible, fue Mehta un maestro en la cumbre.