Hace sólo una semana que José, el de La Caja, acabó el máster en Diseño Industrial de la Universidad de Oviedo, y pocos meses desde que volvió a abrir el bar, parado por obras en el edificio. Pero su cabeza ya está puesta en otro sitio, en otras cosas, por más que su cuerpo siga multiplicándose en mil batallas culturales por Oviedo, la ciudad a la que jura que volverá. No siempre fue así.

Hubo un tiempo en que José Álvarez (Oviedo, 1981) tuvo que decidir entre irse a trabajar con un artista visual a Brasil o poner un bar. Y eligió relanzar La Caja Negra con el socio fundador de aquello, Pablo Ruiz, porque no había otra. «La decisión era: o me voy de Oviedo o hago algo para quedarme en Oviedo. Y por eso en La Caja teníamos claro que era importante que el bar fuera rentable, pero también que no era lo principal, que de lo que se trataba era de hacer una especie de centro cultural, el sitio al que yo querría ir».

Esa decisión la tomó hace siete años. Antes, no mucho antes, a principios de este siglo XXI, José descubrió el Oviedo del primer tercio del XX, las vanguardias de aquella época y su continuación presente en forma de intervenciones artísticas urbanas. Todo al mismo tiempo. Fue un impacto brutal para un chaval de 20 años que había empezado perito industrial en Gijón y que en los libros de Arte de su hermana se había quedado parado en las páginas que hablaban de Duchamp y compañía.

Su idea de la ciudad en la que había nacido se limitó durante demasiados años a su barrio, la Argañosa, y los habituales centros de excursión para el ocio adolescente, quizá sólo unos pocos más -plazas, lugares- por su época de patinar diez horas al día en pandilla. Sí, también fue «roller».

La recomendación de sus profesores le llevó a la FP por electrónica y, como sólo la había en Los Robles y los dos primeros años eran gratis, saltó de la Ería a un centro privado. Allí descubrió el vídeo y la fotografía y se enganchó laboralmente pronto («¿es posible que con 14 o 15 años?, es que se me borran las fechas») en el circuito de ayudantes de fotógrafos y realizadores de Oviedo. Trabajó en la BBC de las bodas, bautizos y comuniones mientras empezaba la carrera de Perito Industrial en Gijón, pero no por ello sus inquietudes culturales dejaban de crecer y multiplicarse. Hizo cortos, el primero gracias a un cursillo que daba el guionista y director Sergio Sánchez, y allí volcaba cosas. Aquel era un poema suyo que pensó que podría ser un cómic y después de dibujarlo decidió rodarlo. Pero en aquellos primeros años de carrera también cogió una costumbre que le cambió la vida. Coger la cámara y recorrerse la ciudad. «Fui casi un turista dentro de Oviedo».

E hizo bien, porque un día, en Postigo bajo, fascinado por la Fábrica de Gas y el mosaico de «Popular Ovetense», descubrió un asterisco de cerámica pegado al muro. Ya había visto otro, cerca de casa, en la plaza Pedro Miñor. Pero con el segundo se dio cuenta de que alguien estaba interviniendo de forma anónima en la ciudad, «y de que aquellos asteriscos eran como unas notas a pie de página que te decían, párate y mira esto».

Se obsesionó. Quería seguir la pista a todos los asteriscos y hacer una especie de documental. Pero de nuevo cambió de formato y pensó que tenía que ser un fanzine, «El último dadá». Ese verano había empezado a trabajar en el bar Macadam. A pocos metros tenía el Laboratorio, y ahí conoció a Xel Da Robotz, «Xelín, un tipo que sólo ponía en su bar la música que él hacía». Y se encontró por casualidad con La Caja Negra, un local surrealista donde Pablo, el dueño, tiraba las propinas al suelo del local resignado a la pésima marcha del negocio y al acabar el día pintaba figuras con esos céntimos en el suelo. El bar era una instalación en sí mismo. Había una columna azulejada con piezas de todo tipo. La primera vez que José la vio supo que el tipo que había hecho eso era el que tenía que maquetarle el fanzine.

Luego llegó a conocer al artista de los asteriscos, convenció a Pablo el de La Caja, ya su amigo, para que rescatara el negocio e invirtió allí lo ahorrado en las bodas. Cambiaron el cartel de «Se traspasa» por otro de «No se traspasa». La Universidad le dio también la oportunidad de meterse en grupos de teatro, primero para ayudar con las luces, al año siguiente como actor, y al conocer el Campus del Milán aparecieron también nuevos amigos y nuevas inquietudes. Todo eso le fue llevando a formar parte esencial, sin casi pensar en ello, de un colectivo de resistencia cultural en la ciudad, responsables de la revista «Lata de Zinc», metidos en el «Foro de Urbanismo Crítico» empeñado en hacer de la Fábrica de Gas un gran contenedor cultural, organizadores de los concursos de «Cabaret Teatro» o impulsores de la campaña «Oviedo. SOS Cultura».

Mil cosas. Y todavía no ha acabado esa lámpara de fluorescentes en la que se puede ver que sus maneras son un poco bruscas. «Soluciones muy analógicas, al final lo hago como lo hubiera hecho mi abuelo en Teverga, con una regleta, creo que soy honesto». Esa lámpara puede iluminar un nuevo camino. El diseño. Esa es la nueva película de José. O casi. El argumento siempre está abierto.