La jubilación del profesor Vidal Peña cierra un período de la Universidad en el que los catedráticos, es decir, los señores que ocupaban la cátedra, el asiento elevado sobre una tarima desde la que el maestro se dirige a los discípulos, eran más «filósofos» (en un sentido etimológico) que funcionarios. El propio Vidal contesta, en la respuesta a la alternativa entre filosofía y poesía, publicada en la revista «Estaciones», en 1981: «No soy filósofo y muchísimo me temo que tampoco científico, pues el estatuto de profesor de Historia de la Filosofía resulta curiosamente compatible con ambas carencias, pero contestaré de todas formas, aunque temo que sea la respuesta de un mediocre "hombre de letras"». No se trata de una paradoja, ni, mucho menos, una versión «humilde» del «solo sé que no sé nada».

El filósofo es un «hombre de letras» porque escribe, a no ser que sea filósofo oral como Sócrates (pero sus discípulos reescribieron sus palabras). Cómo escribe importa poco, siempre que lo haga con claridad, que es la única manera de entenderse. Parménides escribió en verso, Nietzsche lo hizo poéticamente y Ortega y Gasset en multitud de artículos de periódico (género que también cultivó Vidal, muy de cuando en cuando). Platón, el filósofo que hizo todas las preguntas y aventuró algunas respuestas, introdujo la poesía en la prosa, hasta entonces distintas. En cambio, Aristóteles es prosa pura: fue el primer didáctico y el primer periodista. Vidal Peña escribió algún cuento hace años que no publicó, y ensayos y artículos que se publicaron. Es, pues, un «hombre de letras» culto, y un «filósofo». Alguien que escribe bien porque tiene la cabeza bien organizada. Como decía Montaigne, escribir bien es pensar bien.

A lo largo de su larga trayectoria universitaria, cuarenta y nueve años de enseñanza ininterrumpida en la misma Universidad, publicó poco y poco a poco se fue apartando del mundo, como corresponde al sabio. ¡Para la que hay que ver y oír! Pero su palabra, esa voz suave, un poco ronca, siempre en voz baja, prevalece. Es el último catedrático a la antigua usanza, el que dictaba sus saberes sin preguntar a sus alumnos si pretendían hacerse funcionarios: le bastaba con que llegaran a ser «filósofos».

En las tertulias mañaneras del bar Rosal, en la calle del Rosal, el profesor Santiago Melón insistía para que Vidal opositara a cátedra de Universidad. Irrenunciablemente pesimista, Vidal se pasaba la mano por la amplia y despejada frente y susurraba, casi imperceptible: «¡Me tumban!». Ganó la cátedra con el número 1. Había vacante en Murcia y viajó allá para ver cómo era aquello: volvió desanimado. Murcia quedaba muy lejos de Oviedo, hacía calor. Como buen «hombre del Norte», como a Pío Baroja y a Álvaro Cunqueiro, a Vidal no le gusta el calor. Iba a echar en falta en el sur el orvallo y la niebla. En compensación, Murcia tenía un buen teatro, pero Vidal temía que no albergara una temporada de ópera como la de Oviedo: por lo que regresó a Oviedo y en Oviedo se jubila. Melón le decía: «Ya no habrá catedráticos como tú». Le quedaban muchos años por delante, pero pasaron rapidísimos, como un sueño. Ahora Vidal se jubila. No lo creo. Lo de jubilarse está bien para socialistas y empleados de oficinas siniestras. Pero un verdadero filósofo no se jubila nunca, como no se jubilan los poetas. Obstinándose, Jorge Guillén continuó escribiendo poemas aún después de la publicación de sus «Obras completas»: ese libro jubilar del escritor, que no es otra cosa que su lápida.

Con tantos años en la Universidad, Vidal Peña conoció su antes, su después y su aproximación al vacío. En pleno frenesí de que las cosas no sean lo que son ni se parezcan a lo que parecen, la Universidad lleva camino de convertirse en una oficina de empleo, y los estudiantes pisan el primer día las aulas pensando en que las pisarán, por última vez, jubilados. Así que la gente que va a la Universidad o a cualquier empleo público lleva consigo la caña de pescar con la que sueñan todos los policías gordos y corruptos a punto de jubilarse de las películas americanas. El comienzo del descenso barranca abajo de la Universidad se produjo, según Emilio Alarcos, con la estabulación del profesorado: los departamentos se convirtieron en cuadras, y los estabulados, no teniendo cosa mejor que hacer durante horas de obligada convivencia, conspiran burocráticamente. Dejaron de ser filósofos para ser funcionarios. ¿Perderá la Universidad ovetense, la Universidad española, la voz de Vidal Peña con su jubilación? Sería un derroche, sería algo absolutamente injusto. Recordamos la traumática jubilación de Gustavo Bueno, cuando el filósofo insistía en seguir diciendo, aunque fuera en la escalera. No es el caso de Vidal, que saldrá de la Universidad por última vez para volver a su casa, a sus libros, sin ningún gesto. Los grandes gestos están bien en las grandes óperas, del mismo modo que los sabios deben estar en la Universidad. Esperemos que Vidal Peña continúe en la que fue su casa durante cuarenta y nueve años como emérito: es lo menos que puede hacer la Universidad de Oviedo por sí misma. Vidal, un perfecto caballero, una de las personas más sosegadas que conocí en mi vida (con los nervios a punto pero controlados), no pide: sólo da.

En su vida personal, académica y ciudadana, las tres la misma persona, Vidal es ejemplo de independencia. Fue alumno destacado de Gustavo Bueno, pero siguió el camino de Espinosa (cuando Bueno no proponía precisamente ese camino). Sus trabajos sobre el tallador de lentes holandés (el libro «El materialismo de Spinoza», «Baruch Espinosa, entre la necesidad y el deseo», «Espinosa: potencia, autoconciencia, Estado», la traducción y edición de la «Ética»), lo convierten en el primer espinosista español. También tradujo las «Meditaciones metafísicas» de Descartes y la «Historia calamitatum» de Pedro Abelardo, esa autobiografía intelectual curiosísima en la que el filósofo refiere sus enfrentamientos con sus colegas, sus peores enemigos, envidiosos, chivatos y grandes dialécticos: «Irritadísimos, se pudieron a gritar...». Tales enfrentamientos permanecen hoy, cuando la Universidad procura no parecerse a sus fuentes.

Al lado de Spinoza (o Espinosa), Escoto Erígena, Aristóteles, Descartes, Vidal dirige también su atención hacia los grandes poetas (la «Ode on a grecian urn», de John Keats) y hacia los grandes novelistas («Bouvard et Pecuchet», con motivo del centenario de Gustave Flaubert), o bien a Schopenhauer y la música, a Brahms y Mahler, a la ópera (en diversas ocasiones) e incluso al hockey sobre patines. Según Juan Cueto, su pasión por la ópera es más de ovetense que de filósofo. (Cueto puede apreciarlo porque vive en Gijón). Pero cuando Vidal escribe sobre ópera («de lo vivo a lo cantado») tiene en cuenta que «la ópera, como el ser de Aristóteles, "se dice de muchas maneras"»; y como es Vidal un ovetense tan clásico que parece británico, lo mismo que Jaime Buylla, acota para no incurrir en una afirmación contundente: «por lo menos, de algunas». Nadie espere excesos en Vidal salvo cuando la injusticia lo altera. En cierta ocasión fuimos a ver un partido del Sporting: era la época de Ferrero, de Quini, de Castro. Vidal opinaba que la entrada de la banda por la que corría Ferrero tenía que ser más cara, aunque es cierto que en el segundo tiempo correría por la otra banda. Comimos en un bar próximo al Molinón, para no llegar tarde. Yo sólo le concedo importancia a la puntualidad en los toros, debe de ser porque el fútbol me interesa menos. Pero como tardaban en servirnos, Vidal empezó a ponerse nervioso, y como el camarero hubiera empezado a servir a unos recién llegados, se puso de pie, apretando la servilleta con la mano, para increpar al camarero: «¡Eh! Ésos llegaron después, nosotros estamos aquí desde hace media hora, ¿qué va a ser esto?».

Vidal Peña es uno de mis mejores amigos más constantes: aunque transcurran décadas sin vernos. Al cabo, siempre sigue igual, y vivo, que es lo que importa, y con el pelo negro. Porque Vidal es hipocondríaco, pesimista y tímido. Habla tan bajo que siempre acabamos hablando a voces: «¡No te entiendo!», le digo, y él: «¡Estás sordo!». Su humor es auténtico «humour»; sus frases, justas; sus juicios, certeros: el compañero ideal para una apacible tarde de copas sin movimiento. Y aunque poco dado a la vida pública, figuró como asesor junto con José Luis García Delgado de la «Revista de Asturias», dirigida por Juan Cueto: el equipo que haría posible «Los Cuadernos del Norte», con la incorporación de Evaristo Arce y Fructuoso Miaja. ¿Será exageración insinuar que fue una de las mejores revistas de la segunda mitad del siglo pasado?

Muchas otras cosas, y todas muy buenas, podrían decirse de Vidal Peña, a quien llega la hora de la jubilación: esa hora que está sonando para una generación muy brillante que si no dio más de sí fue porque las resonancias asturianas eran muy limitadas. Como lo son ahora. Somos una región de segunda en un país que se volvió de tercera. Pero Vidal Peña es un tipo de primera, como dice, siempre como elogio, Gustavo Bueno.