El nuevo director titular de Oviedo Filarmonía ya tuvo el privilegio -le vino dado en el diseño de uno de los llamados «conciertos participativos» que organiza la Caixa- de unir por primera vez en «Carmina Burana» a los más destacados coros asturianos. Iniciativa que, creemos, debería repetirse. En esta ocasión, al fusionar, también por vez primera, a las dos orquesta profesionales asturianas, ha insistido en su vocación de aunar esfuerzos en el terreno musical, lo que es un mérito propio al tener en su mano la capacidad, el pulso y la energía necesarios y, también, el consenso entre los músicos, para llevar a cabo esta novedosa propuesta. Lo ha sido con un «concierto promocional», dada su gratuidad, un concierto pretemporada que anima a que, al menos, se intuya la voluntad de reactivar -también por parte de las administraciones responsables- la vitalidad de la música asturiana, con un evidente epicentro musical ovetense, no excluyente, y romper más de un encorsetado molde. La «Alborada del gracioso», de Ravel, sirvió como inicio al programa, diseñado con claras referencias españolas e italianas. La cuarta pieza de «Miroirs» de Ravel, que ilustra musicalmente el personaje de la comedia española, nos metió de lleno en un concierto en el que destacó el mejor arte de la orquestación, para lo que el nutrido grupo reunido sobre el escenario fue esencial. Quizás una concentración de silencio mayor hubiera preservado mejor el necesario envoltorio para captar la sutileza -no en todo el desarrollo de la obra, que tiene, obviamente, momentos frenéticamente chispeantes-, o los resplandecientes coloridos encerrados en ella. Destaquemos el solo de fagot de Vicente Mascarell. Se necesita la mejor maestría para trazar esa lánguida línea melódica.

Con «Tiento del primer tono y batalla imperial» (1986) -también en un programa de mano sin notas al programa se pueden y deben poner indicaciones de fechas que sitúen al oyente-, de Cristóbal Halffter (1930), el sello del espíritu de antiguas formas españolas conjugadas con modernidad tuvo una sensible mirada en Conti desde el sutil y sentido inicio de violas y violonchelos hasta su épico final. Aunque tal vez predominó en exceso el arrollador impulso de dinámicas densísimas de la parte más contundentemente poderosa de la orquesta, en detrimento de la cuerda. Los efectivos necesarios propuestos en la partitura fueron los estrictamente marcados en proporción y el resultado fue, como mínimo, impactante. Dos obras de la trilogía romana de Ottorino Respighi -alumno de Rimski Korsakov y de Max Bruch-, modélicas en su orquestación, continuaron la apoteosis sinfónica propuesta por el maestro Conti, «Las fuentes de Roma» y «Los pinos de Roma», dos composiciones que el maestro italiano parece conocer a la perfección, así lo demostró en su poder para plasmar el carácter evocador de esta fantástica música. Una lástima que en la parte central con el solo de violín del concertino de Oviedo Filarmonía Andrei Mijlin -que lleva con plena autoridad el liderazgo en la orquesta ovetense- sonara un móvil, uno más, y se desatara una suerte de toses. La maestría de Respighi como ilustrador musical de la atmósfera romana culminó con «Los pinos de Roma», donde se concentró, aún más, la fortuna de fusionar las dos orquestas con la aportación directorial clara y receptiva del maestro Conti. A destacar -fueron notables los aciertos en secciones y diversos solos a lo largo del concierto- la intervención del clarinetista Andreas Weisgerber en esta última obra. Entre las ausencias, algún peso pesado, el concertino y el ayuda de concertino de la OSPA, el violonchelista Vladimir Atapin, u Oleg Lev, líder de las violas de la sinfónica asturiana. En resumen, un concierto que ha marcado un antes y un después en la colaboración entre las dos orquestas, necesariamente popular en su gratuidad, que aportó alguna inusual muestra de espontaneidad, además de bravos y silbidos, se sumó el simple grito, el más desgarrado posible, al abanico de sonoridades aprobatorias.