A estas alturas de la vida comprendo al complejo protagonista de «La Regenta» de Leopoldo Alas, «Clarín», don Fermín de Pas, cuando desde la torre de la Catedral vigilaba la sociedad ovetense a través de su catalejo. Nuestra sociedad, la de Oviedo, es compleja y fue muy cerrada, aunque en los últimos tiempos, por aquello de que la ciudad ha crecido y la nuevas generaciones son más permeables al haberse criado en democracia, se ha abierto mucho más de lo que estaba en los años sesenta, por citar una década.

A lo largo de la historia contemporánea la sociedad ovetense ha sacado sus mejores y guardadas galas en varios acontecimientos y algunos de ellos no me resisto a recordarlos.

Al poco de finalizar la Guerra Civil, allá por el año 1940, el general Franco hizo su primera y única visita oficial a Oviedo, desfilando por la calle de Uría y entrando bajo palio en la Catedral. La sociedad de aquel Oviedo de entonces, capital invicta y heroica, además de muy noble, sacó sus mejores galas para ver el paso del vencedor por su principal calle; sin embargo, pese a que la ciudad no era dudosa en su signo político, habiendo frenado a los republicanos durante meses -tengo mucho interés en leer «El cerco de Oviedo», novela que acaba de escribir mi veterano colega Esteban Greciet-, la capital recibió gélidamente a Franco, quizá porque era aquel comandantín sin mucho futuro que cortejaba, y se casó, con Carmen Polo Vereterra, joven ovetense de una de las mejores familias de la época. Cuentan que Franco cogió tal rebote por la fría acogida que prometió no visitar nunca más de manera oficial la capital de Asturias. Y a fe que lo cumplió.

Otro escenario idóneo para que la sociedad ovetense exhibiera sus galas era la ópera, entonces financiada por la Embajada de Italia en Madrid, que hacía llegar al escenario del teatro Campoamor a un joven Pavarotti, a Mario del Monaco o a Giuseppe Di Stefano, además de Kraus y Gianna D'Angelo, por citar. Era una ópera clasista en la que el público estaba obligado a acudir con traje de gala. Yo vivía en la calle de San Bernabé, en un piso por debajo del de los Pola -qué gran tipo y dibujante fue el padre, César Pola, cuyo abuelo, don César, era farmacéutico en Luanco y en su juventud había sido el primer portero que el Real Madrid tuvo en su historia-. Pues bien, llegaba septiembre y mi madre y hermana, que eran unas aficionadas tremendas, se apretaban un poco más de lo habitual el cinturón para poder asistir a algunas representaciones. Yo conseguía en la reventa que se manejaba en la peluquería de Calzón las entradas y mi madre iba, como medio Oviedo, a un establecimiento ubicado en la calle de Fray Ceferino a alquilar las pieles que era obligatorio lucir en la ópera. El día del acontecimiento daba una mano de «polis» a mi veterano Seat 124, azul oscuro, y hacía de chófer, dejándolas a la puerta misma del teatro, cuyos espectadores llegaban en su mayoría en impactantes automóviles con chófer. En cierta ocasión, recién desembarcado en nuestra capital como comerciante -¿quién no se acuerda de almacenes Silka en la calle de los Pozos?-, el gallego Francisco Silvela fue a la ópera. Al entrar con su esposa en el «hall» del teatro aquella sociedad de gala le hizo el vacío; menos mal que un joven profesor, y bancario, de nombre Teodoro López-Cuesta salió de entre el público y, saludándole con afecto, gentilmente hizo entrar al matrimonio en sociedad. También Francisco Silvela, que además de excelente emprendedor empresarial fue presidente del Real Oviedo, un buen día quiso hacerse socio del Club de Tenis. Para ser admitido cada miembro de la directiva colocaba una bola en una bolsa. Si salía una negra, era rechazado el aspirante, como así fue, pero menos mal que terminó imperando la cordura y Silvela y familia pudieron disfrutar de este histórico club.

Digámoslo todo, la temporada de ópera en Oviedo no se democratizó hasta que entró la Universidad en ella, lo que se debió, creo recordar, al inquieto profesor Emilio Casares, que poco después se convertiría en el primer catedrático de Música en la Universidad española.

Fue en los primeros años de la década de los sesenta cuando, siguiendo la estela del éxito de aquella película «¿Dónde vas, triste de ti?», el veterano Rafael Gil decidió filmar otra, titulada «Cariño mío», en la que un príncipe se enamora de una plebeya en un país centroeuropeo sin identificar. Como en la de los amores de Alfonso XII, el protagonista era Vicente Parra y el director decidió rodar las principales escenas en Oviedo. Se abrió -tome nota, señor Alcalde- el Jardín de los Reyes para que el príncipe en la ficción echara un mitin al pueblo y luego en la misma plaza de la Catedral había una revuelta más propia de los del 15-M que de los universitarios que hacían de extras por cinco duros de los de entonces. En ella, desde uno de los balcones, el recordado periodista Julio Ruymal lanzaba una bomba al paso de la carroza real. Claro que lo fuerte estuvo en la celebración de la fingida boda real en el interior de la Catedral, en donde el todo Oviedo con sus mejores galas hizo de extra mientras Vicente Parra y la actriz alemana Mariane Hold se decían un aristocrático sí cinematográfico. Era el año 1960 y Oviedo tenía como alcalde a Valentín Masip. Su hijo Antonio, el hoy eurodiputado, y un servidor pirábamos las clases en los Dominicos para ir a la Catedral a ver el rodaje. Hasta entonces nunca había visto tantas joyas y estolas de visón al aire.

Veinte años después la sociedad ovetense comenzó de nuevo a desempolvar sus galas siendo el principal objetivo poder asistir a la recepción que la Fundación Príncipe de Asturias hacía cada año en honor del Príncipe en el hotel de la Reconquista. Felipe de Borbón nunca ha faltado a esta cita de octubre para la entrega de los premios que llevan su nombre y que dan gran proyección internacional a Oviedo y a Asturias. Tampoco lo ha hecho su esposa, Letizia Ortiz. No cabe duda de que al heredero de la Corona el título de Príncipe de Asturias le ha marcado la vida. No podía saber en 1977, cuando sólo contaba 9 años y vino a Covadonga recién nombrado oficialmente Príncipe de Asturias, que unos años después la visión de futuro de un periodista, Graciano García, proyectase una iniciativa tan oportuna y espectacular como la fundación citada, marcando la entrega de los premios en octubre como una cita obligada y satisfactoria para el heredero de la Corona. Y que después, con el paso de los años, éste se casase con una colega ovetense nacida en la calle General Elorza. Con la presencia de Letizia Ortiz la asistencia se hizo aun más deseada y se multiplicó en el Reconquista hasta el punto de que el pasado año la dirección hubo de restringir invitaciones con el consiguiente disgusto local, lo que parece ser va a corregirse el próximo día 20. En fin, lo dicho, como quedan ya pocos días habrá que ir desempolvando el traje de gala. Para estos eventos la sociedad ovetense nunca duerme.