En los años sesenta cerraban los grandes cafés y abrían las pequeñas y medianas cafeterías. Traían otra forma de beber y charlar, ni tan sentada como el café de las tertulias de nunca acabar, ni tan vertical como el bar de a pie. La cafetería se definía por el taburete alto para culos de mal asiento algo acelerados por el desarrollismo.

En la avenida de Galicia, entre dos bares -la Gran Vía, esquina con la calle Asturias, y el Uni, casi en la plaza América- se instaló San Remo, entonces la primera en abrir, ahora la última en cerrar. En la zona se decía «bajar a Oviedo» hasta que Oviedo empezó a decir «subir a San Remo», y luego a Zoska, Oliver, Dickens (de arriba y de abajo), Don Mendo y, más tarde, El Rey del Café Irlandés. Su nombre es de cuando todavía Italia era un referente cultural: se veían sus películas, se oía su música, se soñaba su elegante veraneo. Después llegarían el genitivo sajón a poner la «'s» a los nombres de bares y tiendas y un «estilo inglés» de madera oscura.

Cuando abrió San Remo, las casadas todavía se asomaban al balcón porque la televisión emitía poco y porque sólo salían solas a misa y a la tienda. En la cafetería acabaron encontrando un sitio donde reunirse a otras horas que no eran la de las meriendas en los salones de las pastelerías. Con los años, algunas aprendieron a fumar dentro los cigarrillos que se echan ahora fuera. A las cafeterías, olor a café y mantequilla, barra, pinchos (tortilla, bonito con mayonesa, bonito con tomate, vegetal, triángulos de jamón y queso, medianoche), chocolate y churros, sándwich y platos combinados, se llevaba a los niños (Fanta-Mirinda) y a los adolescentes (Coca-Cola, Pepsi-Cola).

San Remo, más senior, bitter y cynar que las que le siguieron, atrajo a la primera generación de chicos y chicas que se daban dos besos al ser presentados. A principios de los setenta, a la hora del vermú, los pijos motorizados dejaban sobre la barra las llaves del coche aparcado en doble fila. Por la noche daban vueltas chirriantes a la plaza de América o practicaban el doble embrague alrededor del eterno solar de Telefónica (hoy «edificio inteligente» del Principado).

San Remo tenía de cafetería la entrada y las mesas del escaparate y se hacía más café en una sala posterior que se usaba, después de comer, para tertulias largas con tapete y dados y, más adelante, en los atardeceres de mediados de los setenta, para morreos de novios, si el ambiente era propicio. Vio el esplendor de la zona, alternativa a la ruta del vino de San Bernabé, más popular; su decadencia en los noventa y su reverdecer con el nuevo siglo. Vivió domingos de gloria cuando la noche dominical era practicable (hasta casi el final de los setenta, en que se desplazó la salida juvenil a los viernes) y los sábados de cuando los cines estaban en el centro de la ciudad y su antes y después de cada sesión marcaban el horario del ocio.

A principios de los ochenta San Remo se hizo más mañanero, cuando se asentaron por la zona (nacional, se decía) más servicios jurídicos, políticos, empresariales y sindicales.

San Remo cambió de dueños, de aspecto, de clientela y de estilo varias veces, pero mantuvo el nombre. Tardará en borrarse de la toponimia sentimental. Se seguirá quedando «donde San Remo» esté allí o no.