L. S. NAVEROS

07.20

El Alcalde pone su suela en la acera de la ciudad a las siete y veinte de la mañana. Lo hace acompañado por su perro, «Lothar», un flaco bull terrier que odia la lluvia. Menos de diez minutos dan para solventar el aspecto más terrenal de la vida del can, y ambos, alcalde y perro, vuelven a casa a las siete y media de la mañana. Es la hora en la que se mezclan rezagados y madrugadores. En la calle donde vive el Alcalde, cerca de la avenida de Galicia, cuatro chicos despistados preguntan por un karaoke. No ha amanecido, y los pocos viandantes se resguardan bajo los paraguas.

Agustín Iglesias Caunedo, sucesor de Gabino de Lorenzo, ha pisado la calle, vestido con camiseta e impermeable, pero ya está de nuevo en su cómodo piso, marcado en cada uno de sus detalles por la huella personal del dueño.

«Lothar» desaparece en las profundidades de la casa, mientras Iglesias Caunedo hace el café y el zumo de naranja del desayuno en una cocina cara, donde se mezclan los electrodomésticos de acero gris, los muebles blancos, un enfriador de vinos -hay riberas, riojas y hasta manzanilla- y una mesa amplia, con un banco corrido en uno de sus lados, y rodeada de banquetas. Parece el comedor de un camarote, pero en realidad es una mesa en la que, probablemente, se han discutido muchos asuntos políticos, se ha conspirado y cotilleado durante largos años, de la transición para acá: ha sido rescatada del naufragio de la cafetería Logos, de la calle San Francisco, extinto lugar de reunión y tertulia de muchos cargos públicos. Iglesias Caunedo se enteró de que estaba en un almacén, la compró, rebajó las patas de los taburetes y sobre ella desayuna todas las mañanas, a eso de las 7.30. «Es un trozo de historia de Oviedo», justifica este hombre normal, cuyo rasgo peculiar es quizá su temprana pasión por la política y la conspiración de las antesalas del poder.

Toma un poco de fiambre de pavo, café, zumo de naranja, y echa un vistazo madrugador a la prensa a través de su Ipad. Prefiere el papel, pero antes de ponerse a leer LA NUEVA ESPAÑA en profundidad se «vacuna» -eso dice- mirando los titulares en la prensa digital. Junto a este periódico, lee «El Mundo» y, por supuesto, el «Marca», donde sigue los avatares del Real Madrid. Al lado de la mesa hay una pizarra transparente, de House, que recibió de regalo de Reyes. Garabatos y planillas llenas de iniciales, un bosquejo de la distribución de tareas que planea para su recién estrenado equipo de gobierno.

Ya se ha conectado, tras leer con rapidez lo que se cuece en Oviedo y fuera de la capital. Es hora de arreglarse, ponerse corbata y chaqueta, y salir al mundo. En su casa reina un orden informal, desordenado. Nada de maniáticos por allí: los libros, bastantes, se apilan sobre un banco corrido que recorre la pared oblicua de su salón. Sobre la última novela de Carlos Ruiz Zafón, que devoró en un día, está «La revolución del Tea Party» y el tocho «La diplomacia», de Kissinger. Hay libros de «marketing» político, «La experiencia totalitaria», de Todorov; una miscelánea que armoniza con el aire que se respira en la casa. Lámparas de diseño, obras de arte contemporáneo, acero corten y madera, como el poste de teléfono que preside su recibidor, perdiéndose en el techo, y que parece, sacado de su contexto, una escultura.

Sobre su sofá, blanco, un enorme cuadro enmarcado en madera clara muestra un montón de papeles pegados unos sobre los otros: no son expedientes municipales, ni actas de reuniones. Son todos los guiones rechazados por el actor Jordi Mollá, que en una encrucijada de su vida encoló y convirtió en obra de arte 60 kilos de papeles que inspiran la casa de Caunedo.

Bajo el cielo plomizo de uno de los pocos días de invierno de este invierno, el recién estrenado alcalde recorre la ciudad hacia el Ayuntamiento. Lo hace a pie, y quiere seguir haciéndolo. «Es una manera de estar conectado con la gente, de no perder la onda», dice. Quiere seguir la vida normal, comprando en el supermercado, y escuchar y tomar también por esa vía el pulso a la ciudad. Está el peligro de que algún vecino le cante las cuarenta, de que le agobien con peticiones o problemas. «Si lo haces todos los días, al final la gente se acostumbra a verte, acaba siendo algo normal», argumenta.

Pasa por el Fontán, frente al quiosco de Rosa, y se detiene a saludar a Julio, el florista, que está descargando el camión. Todos son abrazos y enhorabuenas: el joven Caunedo, allá por el año 94, gestionó la privatización del mercado. No parece que los vendedores, al menos los que esta mañana de viernes están colocando los puestos, tengan de él mal recuerdo.

A las nueve menos diez entra por la puerta del León de la Casa Consistorial. Lleva muchos años haciéndolo, pero los saludos que recibe son algo distintos, algo más sonrientes. Ahora es el que manda.

En la habitación que hasta hace pocas semanas albergó el comedor de Gabino de Lorenzo hay una sala de reuniones, una mesa. Es el lugar de trabajo del nuevo alcalde, que como concejal y como hombre de partido nunca dudó en ocupar con pleno dominio todos los trocitos de poder que fue consiguiendo. No es hombre de interinidades, y ya ha decidido cambios para trabajar con comodidad. La pizarra de House, transparente y en esta ocasión limpia, sin garabatos, se repite.

Comienza a llegar el equipo de Alcaldía, con el que Iglesias Caunedo tiene su primera reunión de trabajo de la mañana. Planificarán la agenda de toda la semana, valorarán las sombras y luces de la semana anterior. Está el director de Comunicación, Rodolfo Sánchez, y la directora del auditorio, Ángeles Solís.

Pía Portilla, jefa de protocolo del Campoamor, y María José Olay, responsable de eventos de la SOF, asisten al encuentro, entre otros trabajadores municipales. En el centro de la mesa, dos jarras de agua del grifo. Sacan agendas, bolis, los ya inevitables Ipads, y el Alcalde comienza su jornada.

La siguiente parada en el día de Agustín Iglesias Caunedo es en el salón de plenos, a las 10.30 de la mañana. Todos los sitios donde habitualmente se sientan los concejales están llenos, ocupados por los jefes de servicio de las distintas áreas del Ayuntamiento. Al lado de Iglesias Caunedo se sienta su «número dos», Jaime Reinares.

El Alcalde está estrenando el cargo y, en cierto modo, tras veinte años con el mismo timonel, todos están de estreno. La reunión empieza con el anuncio de que cada jueves, a la una de la tarde, habrá examen oral de la Alcaldía, antes de la Junta de Gobierno. Y en esta primera reunión Caunedo empieza por preguntar cuándo entrará en vigor el Presupuesto. La semana próxima, replican los técnicos. El examen continúa. Caunedo comienza, así, a incorporar a sus tareas municipales su teoría del juego en equipo.

Ya es media mañana, y el nuevo alcalde sigue llegando británicamente puntual a todo, incluso un pelín antes de tiempo. Y a todos los sitios, a pie, bajo un gran paraguas. Ha decidido ver sobre el terreno los defectos del patio de las Escuelas Blancas, en el Campillín, una obra que se acabó en 2010 pero que, por algún motivo, no ha resistido: el pavimento del patio suelta una molesta arenilla de sílice, que se mete por todos lados, arrastrada por las suelas y las manitas de los niños. Junto a la directora del colegio, Raquel Bernardo, y otros responsables de centro educativo, además de una técnica municipal, recorren el patio, ajustan la manera de resolver el problema para que moleste lo menos posible a las clases.

Acabada la visita, el Alcalde tiene otro compromiso: nombrar a sus representantes en los barrios. A ellos les dedica el resto de la mañana y la comida.

A pie, Iglesias Caunedo vuelve a subir a su casa, a pasar la tarde, acabado el trabajo matinal. Dedica este descanso a ver el partido de balonmano -deporte que practicó en su juventud- de España contra Dinamarca. Los españoles pierden, y el Alcalde se dispone a cumplir el último compromiso del día: ir al palco del Auditorio, donde ha invitado a directivos del Banco Herrero, con su director general, Pablo Junceda, por el centenario de la entidad financiera.

A lo largo de todo el día ha dado innumerables veces la mano, palmadas en los hombros, saludado a conocidos, recibido enhorabuenas. A su Facebook empiezan a llegar peticiones vecinales -de hecho, por la tarde atiende una, de una madre de las Escuelas Blancas-. Una cena con amigos y un paseo con «Lothar» cierran la jornada de un tipo normal que empieza a verle la cara real que le pone la ciudad al que lleva su bastón de mando.

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