Elena VÉLEZ

El nombre de la calle Paraíso perdió parte de su sentido el 26 de enero. El fallecimiento de María Cuervo Areces, la modista que durante más de treinta años vistió a miles de personas en su pequeño taller del número 15 de la vía, dejó un hondo vacío a varias generaciones que buscaban no sólo el vestido o el traje perfecto, sino los consejos de «la mejor psicóloga».

A los 63 años había logrado colarse en el mundo de la moda ovetense tras toda una vida «a golpe de máquina de coser», desde sus inicios en Grullos hasta su instalación definitiva en la capital asturiana, donde habilitó una buhardilla como vivienda y lugar de trabajo con vistas a la muralla medieval.

En la España de finales de los sesenta, Maruja dejó su pueblo natal de Candamo para estudiar corte y confección en Barcelona. Se costeó el título trabajando durante dos años en una guardería infantil y con el salario contribuyó también a la economía doméstica de la amiga que la acogió temporalmente en Barcelona. De regreso a Asturias abrió un taller de costura en su propio domicilio, con dieciséis oficialas, dispuestas a aprender todos los secretos de la aguja y el hilo, de manera que la noticia de su buen hacer comenzó a extenderse por el concejo. Sin embargo, Maruja guardaba otra vocación.

Ingresó como novicia en el monasterio de San Pelayo después de pedir consejo al aún hoy párroco de Grullos, Luis Fueyo. Pese a su fe, el voto de clausura fue demasiado y tras sufrir varios desmayos en el convento benedictino, dos años después de su ingreso un informe médico impidió que llegara a ordenarse. «Le gustaba demasiado la libertad y era tan inquieta que las paredes de piedra le superaron», explica su hermana, Dorita Cuervo Areces.

El hábito de monja dio paso de nuevo al delantal de modista. Sin moverse de Oviedo, Maruja trabajó en un corto espacio de tiempo en la cooperativa de costura Codaci, en la calle El Rosal, y en Dio (Diseña Oviedo), en General Elorza, ambas ya desaparecidas. «Trabajé con ella en aquella época y siempre me pareció especial, excelente modista y excelente persona, siempre tenía una sonrisa en la cara», comenta María Antonia Rodríguez, una de las amigas que acompañaron a Maruja cuando se independizó profesionalmente, en 1980.

«En aquella buhardilla se cosía para todo el mundo, desde cantantes líricos hasta familias de postín, pasando por las Pelayas, gente de pocos recursos o la vecina de al lado». Marilé López, otra de las modistas que colaboraron con Maruja en la calle Paraíso, señala que su trabajo era tan bueno que «no era raro confeccionar el vestuario de todos los invitados de una boda o llenar la maleta de una familia con ropa nueva lista para irse de vacaciones».

Su amiga, hija de Marilé López, Montse Yáñez, destaca el amor por la cultura de la modista. «El taller estaba lleno de libros de todas las ramas del conocimiento, porque, aunque no había estudiado una carrera, era muy culta». Entre recortes de periódico, tomos de enciclopedia y revistas científicas, Yáñez decía «Maruja, tú lo que eres es Kantiana, porque según el filósofo hay que atreverse a saber».

El paso por el monasterio de la calle San Vicente dejó huella en la costurera y, después de una visita a sus antiguas compañeras, aceptó acoger en su casa a una mujer necesitada. «Durante casi treinta años convivió con Emilia García del Campo, que estaba sola y enferma. La buhardilla sólo tenía una habitación y Maruja prefirió dársela a ella, así que, hasta que la mujer murió, jamás durmió en la cama, sino en el sofá. Así era ella», destaca su sobrina Cecilia Pérez.

Cuervo Areces coincidió durante el noviciado con la abadesa emérita María Teresa Álvarez Palacios y mantuvo la relación con las benedictinas hasta el final de sus días. Según su sobrina, «llegó a impartir clases de corte y confección a las monjas e incluso leía las oraciones del Sábado Santo porque tenía una voz prodigiosa».

La clientela fue una de las más fieles de la ciudad. «Venían por el boca a boca, pero también gracias a la recomendación de algunas comercios. Almacenes Uría o la tienda de abalorios de Foncalada siempre le enviaban gente», señala Pérez. El cáncer apagó la máquina de coser de la calle Paraíso, pero Maruja ha dejado cosida su pequeña gran historia.