Lo más impactante de la controversia que enfrenta estos días al Partido Animalista con el señor Alcalde ha sido la carta de Brigitte Bardot en defensa de los gatos. El hecho de que quien fue rozagante estrella de cine en sus años dorados, ahora un poco arrugadita, intervenga desde su retiro francés para defender la colonia gatuna del Veneranda Manzano frente al decreto municipal que ordena su persecución supone, por un lado, internacionalizar el conflicto, pero quién sabe si también despertar el interés turístico por nuestra ciudad.

Conocido es el cosmopolitismo de los gatos, alegado ayer en nuestro periódico por una de las convocantes de la manifestación dominical: Roma y París, dice, están llenos de gatos. Excuso decir si hablamos de Lisboa, de Buenos Aires o de Casablanca. La aludida marcha de anteayer en Oviedo prueba que existe un respetable sector de la población que es amigo de los felinos aproximadamente domésticos.

De la importancia de este acontecimiento habla el hecho de que, como si fuera una manifestación de los «indignados», ha tenido hasta discrepancia de cifras de asistencia entre los organizadores (500) y la Policía (270). Si aplicamos la habitual y realista fórmula de la prensa vasca (A más B partido por dos, siendo A lo estimado por los manifestantes y B por los policías) obtendremos 385 defensores itinerantes de los derechos de los animales. Y esto es sólo el principio.

Hace unos cuantos años ya se había planteado este problema en diferentes zonas de la ciudad, como Pérez de la Sala y otras. La calle Cardenal Cienfuegos fue entonces lugar de cita para muchos ejemplares de mininos que tenían por las proximidades una especie de La Fresneda particular y eran abastecidos, tal vez en exceso, por algunas almas misericordiosas dando lugar a un aburguesamiento de la especie. De la especie gatuna, quiero decir.

Yo mantuve entonces en este periódico una actitud neutral o, si se quiere, ecléctica, que fue interpretada a gusto del consumidor y ello permitió que recibiera cartas de felicitación tanto de los amigos de los gatos como de sus enemigos, a las que respondí dando las gracias. He callado desde entonces esta episódica maldad que ahora, ya prescrita, me atrevo a confesar.

No sé si fue la venenosa malquerencia de algunos gatofóbicos de la vecindad junto a la mortandad ocasionada por la circulación rodada entre los confiados miembros de la tribu, favorecida a su vez por la configuración semicircular de la calle, o la simple emigración posterior de los ejemplares jóvenes hacia territorios más apacibles; el caso es que la población de animalitos sufrió una disminución notable y ahora solamente quedan dos o tres familias de ellos muy apegadas a la tradición y mucho más cautas a la hora de cruzar la calle.

De momento, no estoy muy seguro de que los bienintencionados «animalistas» tengan razón cuando alegan que se trata de expulsar a los félidos de un territorio que les pertenece ignorando sus derechos. Haría falta un informe jurídico. Se trataría de conciliar los intereses de los vecinos del barrio, de los gatofóbicos y de los escolares del Veneranda con los de los gatos y sus amistades, la salubridad pública y las ordenanzas municipales.

El gato no deja de ser una pequeña fiera domesticada, desde la lejana época de los más remotos faraones egipcios, seguramente destinada a la caza de roedores, los enemigos más prolíficos y voraces que mermaban los graneros del cereal en época de vacas gordas.

Yo ni quito ni pongo gato, pero pienso que si eliminamos a los gatos nos pueden invadir los ratones. Y sólo faltaría que alguien saliera en defensa de los derechos del ratón.