En la manifestación del domingo en defensa de los gatos callejeros, tras la lectura del manifiesto, en medio de la llovizna, una mujer me agarró del brazo al verme tomar notas. «Puedes poner ahí que ponen hasta tres mil euros de multa por dar de comer a los animales, mira», me enseñó una amenaza de sanción y me contó que ella cuidaba de muchos: gatos, palomas, gorriones, xilguerinos, y hasta una pega rescatada de la calle que estaba cuidando en su piso. Que lo hacía, tras los apercibimientos, en un chalé ruinoso en Villafría cuyos dueños le habían permitido utilizar de base de operaciones. Que podía visitarlo. Que llevaba haciéndolo toda la vida.

Las primeras veces, de piquiñina, cinco añinos, año 1944, en el barrio de San Lázaro, donde su familia, el de Muebles Soto, antes guardés del Banco de Asturias, sus nueve hijos, se había mudado. Lo llamaban «la casa nueva», y a pesar de ser años de la fame, Lola Soto cogía los trocinos de chorizo del pote, los envolvía en periódico, se los escondía bajo la falda y salía a dárselos a los perrinos. ¿De familia? «A mi padre le gustaban muchos los animales, y a mis hermanos, pero como yo, ninguna, lo mío ye fanatismo, lo reconozco, vivo pa ello».

Lola tiene algo, también, de xilguerín, de gata, espíritu libre. «Siempre hice lo que me dio la gana, sí», admite cuando se lo hago ver, después de contarme cómo con 21 años, el 1 de enero de 1961, se escapó por la ventana de la casa paterna, cogió en Gijón el Expreso a Irún, allí el que iba a Francia y se bajó al llegar a Toulouse. Si no le llega a meter miedo con la trata de blancas una argelina que iba en el mismo vagón, hubiera llegado a París, de ahí a Londres y finalmente a Australia. Ése era su plan, pero a los ocho meses su padre la descubrió sirviendo en una casa. Cuando le abrió la puerta, con delantal y cofia y él vio que aquello no era una casa de citas, se abrazaron entre llantos. En Francia conoció a su Antonio, «lo mejor de mi vida», ya fallecido, tuvo a su hija, vivió en lo que ella llama «la forêt», a 11 kilómetros de la ciudad, mil oficios, entre ellos el más fabuloso, pasear a los perros de la jet en Niza. Cuando regresó a España, en 1979, en la frontera el policía le preguntó si tenía algo que declarar y cuando Lola dijo que no, le mandó abrir las puertas de atrás de la DKV: un foxterrier, un pastor, otro recogido de la calle, la jaula del mainate (miná del Himalaya, un tipo de estornino muy apreciado por su perfecta imitación de la voz humana como luego comprobarían los vecinos de la calle Asturias), la del jilguero que le había traído su hermano, dos patos y sus plantas. «¿Y el televisor? ¿Y el frigorífico?», preguntó el guardia. «Lo regalé todo, esto es lo que tiene valor».

En Oviedo montó con su marido la bolsa de los anuncios en la calle Asturias, tiró los patos al estanque de Isabel la Católica, en Gijón, y empezó a dar de comer a las mismas palomas, o las madres, o las abuelas, que ahora la esperan puntuales, todos los días, al mediodía. Lo hace, explica, donde no molesta. También la comida a los gatos. Dice que le insultan mucho, pero en una mañana con ella todo son charlas, risas y saludos. Sea de un basurero, del vecino o del que saca al perro. «Soy transparente, fíu, soy lo que ves, voy de frente, no engaño a nadie». Y echa a volar.