Mientras en Oviedo cuarenta investigadores de nanobioanálisis, entre ellos mi amigo Carlos Larrea, se conjuran para perfeccionar bioindicadores, detectores precoces de la enfermedad, chips de electroferesis capilar (no sé lo que digo) y sensores electroquímicos, e investigan acerca del origen de los arrechuchos para su detección temprana, con la intención de curar, de poner la tirita antes de la herida..., en Estados Unidos, en los Laboratorios Nacionales de Sandia, tanto en Albuquerque (Nuevo México) como en Livermore (California), un equipo de ingenieros diseña balas en cuya punta colocan un sensor óptico con información del objetivo (una especie de «me quedé con tu cara»); así, identificado el blanco, pueden maniobrar en el aire y, en un abrir y cerrar de ojos, garantizar la muerte. Morirnos bien vivos es nuestra última cordura.