Voy a contar una fábula, poneos en lo peor; se me entiende mal en línea recta, no digamos con alegorías. La cosa va de dios, del dios de la democracia, es decir, del pueblo soberano, del ciudadano como merecedor de un trato justo (que predicaba Rousseau), más allá de sus aspiraciones a ser feliz, propio de cada persona. Ya me enrollé. Esta mañana, una vecina del Picayón entregó dos monedas a su hija: «Una para Diosito, para que la lleves al Cristo de las Cadenas; la otra para ti». La niña abrió la mano, pero una se le cayó, rodó por la acera y desapareció por la boca de una alcantarilla; la pequeña se llevó las manos a la cabeza y exclamó: «¡Qué mala suerte!, ¡perdí la de Diosito!». Así somos: primero yo, mi felicidad individual; luego diosito, el ciudadano, los derechos de la comunidad. Sigamos, sigamos ahorrando en educación.