Elena FERNÁNDEZ-PELLO

Diego Valladares conocía bien el Nalón, había nadado y navegado en sus aguas muchas veces y él era un hombre fuerte e intrépido, todo un deportista, dicen en Trubia. Pero el río es poderoso y a él, a pesar de las precauciones, le traicionó y le arrebató la vida. «Si alguien nadaba bien, ése era Diego», repetía ayer, desconsolada, Cristina Fernández, la madre del trubieco de 35 años que pereció el lunes ahogado cuando intentaba recuperar un avión de juguete, una pieza de aeromodelismo que se había quedado atrapada en un árbol. Su amigo y vecino José Antonio Díaz, que se lanzó al agua para socorrerle, sigue perdido en el cauce del río. El funeral por Valladares es esta tarde, a las cinco, en la iglesia parroquial de Santa María de Trubia.

Al joven no le valió de nada su fortaleza frente a la corriente. «Nadaba que era una maravilla», aseguraba su madre ante su ataúd, en el tanatorio de Trubia, y hablando de lo «mañoso» que era, recordó que solía participar botando «una barca engalanada en las fiestas del pueblo y la primera vez se le deshizo. Vino diciendo que había perdido en el agua las gafas y el reloj, las cosas que llevaba en una bolsa; bajó al río y las recuperó».

Era el menor de tres hermanos y huérfano de padre desde los siete meses, «escalaba, nadaba, participaba en carreras... Era puro nervio». Dice su madre que «lo quería todo el mundo», y el vecindario de Trubia dio prueba de ello. «Ahí está mi Diego», clamaba la mujer ante el féretro y, en brazos de parientes y amigos, se lamentaba: «No lo volveremos a ver». Y lanzaba una pregunta que nadie, nunca, podrá contestarle: «¿A qué tenía que ir al río?».

Con su hermana María Luisa muy pendiente de ella, la madre se desvivía hablando del joven ahogado. Cuando era bebé, contó, «saltaba los barrotes de la cuna, era muy inquieto, pero muy bueno, muy bueno... Y muy amigo de los amigos». Trabajó en el IKEA de Parque Principado, en Siero, y antes lo había hecho en la factoría de Tudor en Aranda de Duero, en Burgos; también en la Fábrica de Trubia. Allí tuvo un bar, el Rasta Too, y ahora un estanco, en Soto.

La madre de Diego Valladares dice que su hijo «era muy decidido», emprendía negocios y siempre secundaba a sus amigos en sus aficiones, del snowboard al aeromodelismo. Todo Trubia le conoce como «el nieto de Antonín el de Carola», un trabajador de la Fábrica muy implicado en la vida social del pueblo, muy popular y apreciado por sus convecinos. El abuelo murió hace ya unos años e inmediatamente, al día siguiente, falleció la abuela, enferma de Alzheimer.

Cristina Fernández, la madre de Diego Valladares, se queja de que su vida ha estado marcada por la tragedia. Su esposo falleció, víctima de un accidente de tráfico, cuando los niños, Fermín, Antonio y Diego, eran pequeños. Los sacó adelante sola y años después tuvo que afrontar una nueva desgracia: Fermín, el mayor, víctima de otro accidente en la carretera, quedó en un coma que, afortunadamente, superó. Ahora Fermín trabaja y reside en Alicante, en Benidorm, y regresaba allí tras unos días con la familia en Semana Santa cuando tuvieron que avisarle de la muerte de su hermano pequeño.

El destino ha vuelto a golpear a Cristina Fernández y ayer, como queriendo retener a su lado al hijo muerto a fuerza de hablar de él, no cesaba de relatar episodios de su vida. «Cuando estaba en el instituto compró con sus ahorros una rottweiler. Antes de ir a clase limpiaba el lugar donde la tenía, baldeaba con agua del río», recuerda. Nunca se separaba de su perra, «Koki», y su madre dice que tanto cariño le tenía que, aunque el animal ya es mayor, no quería ni imaginar perderlo. «La "Koki" muere cuando muera yo, decía», recordaba llorosa su madre.

«Hizo muchos cursos del Inem, de soldadura...», siguió y se detuvo luego en otro momento memorable: «Compró una furgoneta de Telefónica y repartía con ella. Fue con ella a Mónaco, a la carrera, y él hacía fotos a los Ferraris y la gente se las hacía a su furgoneta». Con sus manos fabricó el mobiliario de su bar y de su estanco y arregló una buhardilla que le regaló su abuelo, en el edificio del siglo XIX en cuyo bajo había abierto el popular Rasta Too. «¡Cómo lo dejó! Mejor no lo hubiera hecho un arquitecto», se enorgullecía su madre.

Cristina Fernández cargaba ayer con un pesar añadido a la tristeza inconmensurable de perder un hijo. «La Guardia Civil y la Policía están a cincuenta metros de mi casa y nadie ha venido a decirme qué ha pasado con Diego, nos hemos enterado por la calle y por los vecinos», aseguraba. «Es una vergüenza y una ilegalidad, no tienen corazón», se desesperaba.

Afirma que el lunes su hermano, Antonio, intentó acercarse al cadáver, cuando ya reposaba a la orilla del río, y no se lo permitieron. «Vio marchar la ambulancia sin saber adónde lo llevaban», dice la madre. «No tenemos sus cosas, no sabemos dónde están. Yo pasé la noche llamando a su móvil, me salta el contestador...», sigue contando la mujer.

«Tienen la obligación de dar cuenta y nos enteramos porque a su tía se lo contaron en una cafetería», insistió, porque fue así como llegó la noticia a casa, a través de María Luisa Fernández, la hermana de Cristina.

La madre de Diego Valladares llamó incluso a Delegación del Gobierno ayer por la mañana pidiendo explicaciones, pero a primera hora de la tarde aseguraba que aún nadie se había puesto en contacto con ella. «Muere mi hijo y nadie me da cuentas», se queja, y ello le hace evocar la noche en la que perdió a su marido en un accidente de tráfico y en la que tuvo que andar buscándolo de hospital en hospital.

También la novia del joven fallecido se enteró en la calle, cuando unos amigos se la tropezaron, intranquila porque Diego Valladares no contestaba a sus llamadas al móvil. Temblando, Jennifer Ávila, que así se llama la joven, lloraba ayer en el vestíbulo del tanatorio de Trubia: «No sabía cómo encontrarlo».

La novia de Diego Valladares le acompañó el domingo de Pascua hasta el río y pasaron el día con José Antonio Díaz, que en Trubia es conocido como Tony, y su pareja. Los cuatro se entretuvieron con el nuevo juguete, que habían estrenado hace apenas unos meses. «Lo voló Tony y encastró en un árbol. El domingo no pudimos cruzar el río, buscamos un flotador, pero lo dejamos. El lunes hacía mejor tiempo y quedaron en coger el arnés, el neopreno...», refiere Jennifer Ávila. Ella no pudo acompañarles en esta ocasión porque trabajaba. Al regreso, tras la extrañeza que le causó no encontrar a su novio en el garaje, donde se reencontraban a diario, y tras intentar hablar con él por teléfono innumerables veces sin conseguirlo, recibió la fatal noticia en plena calle.