En estos tiempos de repago -insisten en llamarlo copago, como si un ser bondadoso nos hubiera costeado hasta ahora la Sanidad, y ya está bien de abusar de ir al médico gratis-, de anuncios apocalípticos de cárcel para los que protesten, de pueblos griegos que se dan a una moneda propia para compensar la falta de euros en los bolsillos -y, por consiguiente, de comida en el estómago-, en estos tiempos en los que la Familia Real, siempre tan campechana, mete la pata de Froilán en el quirófano, en los que los paisanos que levantan la vista para mirar el monte pueden hablar, en un alto en el camino, sobre la prima de riesgo, Santa Bárbara Sistemas vuelve a anunciar el cierre de La Vega. Lo ha hecho periódicamente cada dos o tres años, pero de pronto, en medio de la vorágine económica, parece más cierto. El cierre de La Vega ha ido y venido por las mentes de empresarios y políticos de la región desde hace décadas. En cierto modo, todos, periodistas, políticos, empresarios y, sobre todo, los trabajadores, hemos sido vacunados durante años contra el cierre de La Vega, de forma que ha pasado de ser una idea pecaminosa que suscitaba escándalo, como cuando la abrigó el entonces presidente socialista Juan Luis Rodríguez-Vigil, a un desenlace inevitable para una fábrica que ha marcado el carácter obrero de Oviedo desde su creación.

La Vega, que vive horas oscuras, ha presidido la parte baja de la ciudad, con su castillete, con su muro, con sus decadentes chalés, desde que la desamortización de Madoz sacó de allí al puñado de monjas que quedaban, que se refugiaron en las Pelayas. La Vega ha marcado el carácter de sus obreros, gente especializada, de una pieza, como si formaran parte del trabajo que hacen. Gente peculiar, como Amador García, ahora concejal socialista, que tercamente ha mantenido su coherencia de defensor a ultranza de la fábrica durante décadas, desde la privatización para acá. Y como el actual presidente del comité de empresa, también de UGT, Mariano Fernández, tan tenaz, perseverante y serio como su predecesor. Los trabajadores de La Vega, aunque ya no trabajen en la factoría, siguen siéndolo de por vida, como Joaquín Fernández, de Sograndio, también de una pieza, que pasó en la fábrica ovetense 45 años de su vida. Será difícil que esa cultura obrera recta que supo forjar La Vega pueda mantenerse en los amorfos tiempos que corren, cuando se están tocando cosas más sagradas, como la sanidad o la educación. Pero Oviedo tiene el deber de defender La Vega como parte de su identidad, igual que tuvo el deber -cumplido tarde, mal y sin éxito- de defender la Loza de San Claudio.

Todos los grupos municipales así lo han entendido. El alcalde, Agustín Iglesias Caunedo, reaccionó de inmediato y, siguiendo a pies juntillas la línea marcada durante años por Gabino de Lorenzo, rompió una lanza a favor de la fábrica ovetense nada más conocerse la intención de la empresa de trasladarla a Trubia. Lo mismo hizo el PSOE, por boca precisamente de Amador Fernández, e IU, a través de otro sindicalista de larga trayectoria, Triqui. Los de Foro, fieles a su estilo exótico, propusieron el primer día a través de un comunicado darle una calle a Tensi, y fue lo único que dijeron durante toda la jornada. Al día siguiente, tras la junta de portavoces, ya aclararon que sí, que La Vega puede contar con ellos. Estruendoso ha sonado, sin embargo, el silencio del delegado del Gobierno, tan hablador en otras ocasiones, y que siempre estuvo al lado de los trabajadores. A él se debe, en parte, que La Vega siga donde está.

La Vega ha sido el pecado prohibido en el sueño de los especuladores, la parcela más sexy de la ciudad. ¡Dónde va el Vasco, y mira que ha dado juego, al lado de los 120.000 metros de La Vega! Pues tendrán que seguir esperando, al menos un ratito, mientras vuelven a jugarse las bazas para su vida o su muerte. Esta vez las cosas no pintan bien. Esperemos que sea sólo otro anuncio de que llega el lobo, no el lobo mismo.