El paseo de los Álamos comenzó una tercera época de brillo estético y social gracias a la buena idea de colocar allí, como lujosa alfombre, el mosaico de Antonio Suárez, gijonés que no necesita presentación en el mundo del arte. Sobre aquel mármol multicolor, sabiamente distribuido en espacios geométricos, paseábamos felices.

El paseo de los Álamos era lugar de cita, sin necesidad de citarse, para los ovetenses que, al mediodía y por la noche hasta la hora bruja de las diez, paseaban aquel suelo, en grupos que se hacían y se deshacían, mientras los que se sentaban en las sillas de forja, pintadas de blanco, contemplaban aquel espectáculo, que, sin fecha, desapareció sin dejar rastro, es decir, para nunca más volver.

El paseo sufrió en sus entrañas las consecuencias de la modernidad, cuando en los setenta del pasado siglo se empezó la obra, grande y polémica, del aparcamiento subterráneo. Entre otras muchas consecuencias, pagaron culpas que no tenían los álamos. Se hicieron unas cajoneras subterráneas para que pudieran enraizar tras la obra pero no resistieron y acabaron por ser sustituidos por los magnolios que siguen, con lo que se perdió sentido y carácter.

Ahora, y desde hace años, las carpas aprovechan para ocupar el terreno con no deseable frecuencia, hiriendo, descaradamente, el pavimento artístico que debería ser intocable y que sufrió reparación hace pocos años, sin mayor propósito de la enmienda; y todo eso viene de la falta de recinto ferial en la ciudad que se viene arrastrando.

El paseo, entre carpa y carpa, se mantiene como puede, con seis quioscos que parecen ser parientes estéticos del casco del mismo Bismarck.

El paseo tiene sus cuatro puntos cardinales. Si miramos al Sur, allí donde estuvo la iglesia de San Francisco que ninguno conocimos, la Diputación y detrás, la inconfundible silueta, tan ovetense, del Banco Herrero. Al fondo de Fruela, el Oviedo histórico y popular. Mirando hacia la izquierda, el primer tramo de la calle de Uría, que fue el más glamuroso en otro tiempo. Allí estaba la joyería de Pedro Álvarez, el establecimiento de tejidos «Blanco y Negro» y, pasada la entrada del Pasaje, el café Peñalba, que tentaba con sus aromas desde la calle, por no seguir. Y ahora nada de nada, cuando en otras ciudades son capaces de lograr establecimientos centenarios. Si volvemos la mirada hacia el propio Campo, mermado en su espesura, todos los caminos son buenos para disfrutarlo, con la primavera regada por la lluvia. Al fondo del paseo, desaparecido desde hace mucho el palacete de Olivares y todos sus vecinos, se dibuja la estación del Norte, ahora ahogada por las construcciones que trepan por el Naranco.

No están de moda los paseos y de la misma forma que desapareció el de Cimadevilla y el de Porlier, llamado «de chancleta» cuando la estratificación social era severa, desapareció la ceremonia del paseo de los Álamos e incluso los grupos de jubilados en el Bombé. Los paseantes echaron playeros y buscan las salidas de la ciudad, que tampoco es mala cosa.