Un año más se celebra el Día del Libro, a pesar de los augurios de los entusiastas de lo nuevo, que creen, con fe de carbonero, que un electrodoméstico va a cambiar el mundo. El mundo cambia todos los días y todo sigue igual. Las revoluciones no cambiaron nada. La francesa cambió los nombres de los meses, pero cuando se extinguió el sanguinario aparato que sustentaba aquella simpleza, se volvió a las denominaciones antiguas. Con la rusa se anunció el final de la Historia, pero la Historia continúa y la revolución se derrumbó después de setenta años de miseria, crimen, desventura e indignidad, para volver al punto de partida o peor. Los grandes cambios verdaderos son lentísimos: no deben confundirse con pirotecnias efímeras que duran un parpadeo.

Hace medio siglo se decretó el fin de la novela: pero lo único que desapareció fueron las novelas que pretendían destruirse. Incluso se llegó a prever el fin del lenguaje: pero no nos comunicamos por medio de gestos o gruñidos. Que se pretenda imponer a los futuros un inglés «criollo» a una lengua de cultura no deja de ser una trivialidad. El español es la lengua de cultura más hablada en el abominado país desde el que la lengua inglesa se extiende por el mundo. Aunque, tal como están las cosas, ¿quién nos asegura que dentro de veinte años el inglés de Natalio Grueso seguirá siendo el de los prospectos electrónicos y de los aeropuertos? Desde luego, no nos estamos refiriendo a la lengua de Milton o de Dickens. Los voluntaristas de la revolución y ahora de la electrónica no quieren ver el mundo como es, sino como lo ven. Por eso, su visión es virtual, como la de los otros es utópica. Y utopía, según don Francisco de Quevedo, significa «lo que no es».

Cuando se estrenó el filme de Truffaut «Farenheit 451», los superprogresistas de aquellos lejanos días se indignaron porque defendía el humilde y grandioso libro de papel frente a la arrasadora llegada de lo audiovisual. Desde entonces acá, los agoreros y los catastrofistas han abundado más que en cualquier otra época de desánimo y decadencia: tal alimento es cancerígeno, los polos se funden, la economía se derrumba, mañana no saldrá el Sol. La estadística se ha convertido en el sustituto más alucinado de los cuentos de terror.

Y, no obstante, a pesar de vivir en un mundo tan moderno, este 23 de abril se celebra el Día del Libro, como de costumbre. Para nosotros, el «Quijote» representa el libro. Cervantes y Shakespeare mueren la misma fecha, pero no el mismo día. Nadie mejor que ellos representan el libro en el que viven Don Quijote y Hamlet, Sancho y Falstaff. ¿Qué importa que ahora se puedan meter cuarenta mil libros en un aparatejo no mayor que un paquete de cigarrillos? No hay tantos libros que merezcan la pena, ni habrá tiempo para leerlos todos. No creo que este invento apabullante favorezca la lectura. Y por leer en papel no se perjudica a nadie, aunque resulte retrógrado.