Para que la obra que Mónica Dixon Gutiérrez de Terán (Candem, Nueva Jersey, 1971) ha producido en los últimos diez años se pueda ordenar en forma de larguísimo travelling de retroceso haría falta un constante cambio de plano: uno contempla el conjunto desordenado de «zapas» y botas junto al radiador de sus primeros bodegones y empieza a alejarse por un pasillo mientras se apagan las luces y los volúmenes de los objetos se desdibujan y ya son sólo cuatro paredes desnudas regadas por una luz cruzada que tamiza el ventanal, del que sólo vemos una esquina, en sus lienzos de «interiores». Pero, de pronto, uno está fuera. Y divisa a media milla de distancia, desde lo alto de una loma o al borde de la carretera interestatal vecina, la casa con granero en medio del desierto rural que a veces es América.

«Como Hopper», le dicen. También esta mañana se lo repite el periodista en el interior del café Dólar, cuyo interior ella misma pintó varias veces como si fuera la versión ovetense de «Nighthawks». Pero, claro, explica, Hopper llevó todo USA al lienzo. Los paisajes, sus gentes, sus cosas, sus cosas. Es como si un americano contempla un cuadro de una familia asturiana junto a un hórreo y piensa inmediatamente en Paulino Vicente. Vale.

Para completar los problemas de desplazamiento, Walter Dixon y Paz Gutiérrez de Terán se conocieron en Londres. Allí nacieron Donna y Pamela. Paradojas, la más europea de las hijas, Mónica, llegó ya en Estados Unidos, al lado del río Delaware, entre Nueva Jersey y Pensilvania, muy cerca de Filadelfia.

Cuando su madre volvió a España, seis años más tarde, ella la acompañó. Fue la niña con acento americano que estudió en el San Juan y en la Gesta y acabó siendo la que con doce años iba con su primo a una academia en la calle San Francisco, primero, y a clases particulares con Pantaleón después. Pero a punto de pensar en la Universidad, volvió a cruzar el océano para cursar el último de High School, en Estados Unidos. «Lo odié». Repelente y cerrado, a Mónica le salvaron Marcos y Aurea, compañeros españoles de los primeros que entonces se apuntaban al programa voy-a-hacer-el-COU-a-Estados-Unidos.

La Universidad estatal de Rutgers, en Nueva Jersey, fue otra cosa. Una de las mejores alumnas tuvo algunos de los mejores profesores, como Mr. Hoffman, del que aprecia ahora la forma en que les dejaba trabajar en libertad, guiándoles pero sin amanerarlos demasiado. Acabó la carrera ya instalada en Filadelfia, donde expuso por primera vez, fregó platos y alargó los años posuniversitarios.

El océano la devolvió a Oviedo en 1997. Sin miedo a pintar pero con miedo a ser pintora. La solución intermedia, pactada con mamá, fue una tienda en la calle Gascona. Marcos y pósteres pero también cuadros de Mónica Dixon que empezaban a venderse. En 2004 el viaje fue más allá de la dimensión transoceánica. Cerró la tienda e hizo del arte su vida. Exposiciones en la Casa de Cultura de Salas y en el Auditorio, también colectivas en Palencia, luego Zamora, su primera individual en Murillo (ahora mismo y hasta el día 21 expone allí por tercera vez). Y también los premios: el «Casimiro Baragaña», seleccionada y finalista varias veces en el desaparecido de la Junta, fichada por la galería madrileña Mada Primavesi o con obra colgada en las muestras de la Broadway Gallery de Nueva York.

Tiene el estudio en casa, junto a la Catedral de Oviedo. Su hija, Luna, seis años, sabe que mamá se encierra allí a trabajar. «Como digo yo, hay que vivir en algún lado». Por ahora le toca en el de acá. Cuestión de luz y de punto de vista.