Desde 1962 y durante tres décadas compartí con José Vélez tantas horas de trabajo sin tregua y de entrañable amistad, que se me hace muy cuesta arriba decir algo que no sea una queja de dolor por su muerte inesperada. Creo que puedo decir sin retórica que con él se va una parte de mi historia y de la de otros compañeros que compartimos con él la pasión del periodismo, desde aquellos lejanos años en los que recorrimos Asturias de extremo a extremo, para dar noticia de la vida de los asturianos y de muchos que desde lejos llegaban hasta aquí y tenían algo que contarnos. Durante esas tres décadas, hasta el inicio de los años noventa, firmé con Vélez cientos de reportajes y de entrevistas que nos convirtieron casi en una marca registrada (texto Juan de Lillo, Fotos de José Vélez), y nos llevaron por toda Asturias y, pasado el tiempo, por muchos países de la América hispana, donde conocimos a muchos de nuestros paisanos de la emigración con cuya peripecia personal llenamos numerosas páginas de LA NUEVA ESPAÑA y del semanario ya desaparecido «Hoja del Lunes». Era un excelente compañero de trabajo y nunca necesitamos muchas palabras para ponernos de acuerdo sobre la bondad de un tema para un reportaje o de un personaje para una entrevista.

Era un hombre inagotable que a las ocho de la mañana -le decíamos que madrugaba para poner personalmente las calles- ya andaba con su cámara entre los brazos, para que nada se le escapara de lo que se moviera en la ciudad. Fue durante más de cincuenta años un testigo puntual de Oviedo y de los ovetenses, de la transformación de su fisonomía y de sus costumbres, de esa rutina pegadiza de la que era un adicto irrenunciable. Y fue testigo también de cuanto ocurrió en Asturias, en la minería, en la industria, en el mar, y en los pueblos cercanos o remotos, y esa infatigable entrega a la tarea deja cientos de miles de fotos con las que se podría componer una completísima y detallada historia gráfica, sobre todo humana, de Asturias. Dos breves muestras de ese inagotable caudal son dos libros: «La huella del tiempo», sobre Oviedo, y «Memoria de nuestro tiempo», dedicado a Asturias, en los que yo le acompañé con los textos. Y fue un placer repasar las imágenes de un tiempo que él logró detener en miles de instantes inolvidables y que constituirán un recuerdo impagable para los ovetenses y asturianos de los tiempos venideros.

Quienes empezamos con Vélez en LA NUEVA ESPAÑA, Graciano García, Evaristo Arce y Diego Carcedo coincidimos siempre en destacar su inteligencia natural, su talento y sagacidad como periodista, su manejo crítico de la cámara y la acidez de su lengua, bien conocida en la ciudad. Pero quienes estábamos cerca de él sabíamos que todo eso era, además de una actitud ante la vida, una pose que cultivaba para reafirmar su acusada y unánimemente reconocida personalidad. Aunque, y no es en absoluto una contradicción, era tremendamente sensible, hasta manifestarse en muchísimas ocasiones como un sentimental de delicadeza conmovedora. Y fue un trabajador que nunca se dio tregua ni aun en vacaciones, porque allá adonde fuera siempre encontraba alguna tarea para llevarse a la cámara. Tal era su afán, que después de su jubilación, primero en LA NUEVA ESPAÑA y, finalmente, en «Hoja del Lunes», inventó «La Hora de Asturias» para dar rienda suelta a tantas inquietudes como aún le quedaban, porque no hubiera sabido qué hacer con su vida sin una ocupación que justificara sus caminatas cuando la ciudad despertaba, su barrido gráfico por las calles o sus encuentros con tanta gente en amigable tertulia o en un intento de conseguir alguna noticia.

Era un periodista popular y conocido porque, además de recorrer calles y caleyas, durante ese más de medio siglo siguió los pasos del Real Oviedo y muchos aficionados lo veían cada domingo en el viejo estadio, de un lado a otro, en busca de la mejor foto, que tanto podía ocurrir en el campo como en las gradas. Y tal era su popularidad que durante uno de nuestros viajes por Hispanoamérica, desde el otro lado de la acera en una calle de Buenos Aires, alguien le gritó: «¡Hombre, Vélez! ¿Qué haces por aquí?»

Siento el dolor en mis manos mientras escriben torpemente estas líneas, noto la angustia por un querido compañero tan repentinamente perdido y me uno a la aflicción infinita de Aurora, su mujer, y de sus hijas María José, Eva y Elena. Creo que, hoy, quienes iniciamos sus pasos con él en la redacción de LA NUEVA ESPAÑA -él procedía del desaparecido «Región»- tendremos, con toda seguridad, la sensación de que se nos ha ido una parte muy sensible de nuestra historia común. Y pienso que por su especial forma de ser, por su permanente inquietud ciudadana y profesional, por su pícara sonrisa cómplice, por su humor burlón, por su implacable sinceridad ácida, por su generosidad, por su talento natural y por su leal amistad -que todo eso era, y mucho más-, lo recordaré siempre como un amigo entrañable y como un compañero inolvidable.