De la panorámica de Vélez me quedo esta vista parcial: las fotos que retratan el clasismo español. En ellas advirtió lo cruel que era -y lo raro que sería- lo cotidiano. Vélez tenía la mirada pícara que sabe lo que cuesta ganar el sustento en sus fotos de hombres y burras cargados con más de lo que permiten las leyes de la gravedad y el decoro, en los niños ocupados en tareas que niegan la infancia, en su legión de trabajadores uniformados, diurnos y nocturnos, -camareros y serenos, mozos de cuerda y limpiabotas- con los que compartió el territorio de charcos y adoquines que fue la larga calle de la posguerra.

El Vélez de las fortunas y las adversidades eleva a fotografía al lisiado escanciando sidra, desciende en imagen al poderoso descalzándose las botas y pone al ras al Gobierno regional cuando se cuela delante «Rufo», el perro vagabundo y desdeñoso. Y la goza en los tres casos.

Hay muchos escenarios neorrealistas en las fotos de Vélez y muchos vecinos berlanguianos, personas de orden, chicas guapas de buena sociedad y gente ruidosa agobiada por el vencimiento de una letra. En las historias que contaba, a cámara cerrada, también había buscavidas, ganapanes, farsantes de cabaret, señoritos calaveras, venidos a menos que guardaban las apariencias.

De su niñez a recados conservó hasta el último día en que lo vi -y son tres buenas cualidades para este oficio- el instinto, la voracidad y la prisa.